viernes, octubre 20, 2006

EL POETA EN EL EXILIO. Por Arturo Alape

EL POETA EN EL EXILIO
Por Arturo Alape
Agradecemos a Katía González el envío de este documento
que hace parte de una serie que publicaremos
con motivo del cumpleaños de Arturo el próximo 3 de Noviembre,
día en el cual en Cali, en la Biblioteca del Centenario,
se realizará un significativo evento de recordación y homenaje al Maestro.
Octubre 20, 2.006
1
La Escritura del Terror en Colombia
, esa escritura anunciada y difundida por mentes enfermas y por un odio infecundo, tiene una larga historia. Es una Escritura que busca crear en el hombre aludido, el escozor de su piel cuando se levanta con la escarcha del miedo y en su respiración se agita un ajetreo sordo que se vuelve como gusano atragantado en la boca. Es una Escritura que maniata al hombre a quien se dirige, a la inercia de su propia indefensión, lo agita sus emociones en dimensiones desconocidas y desequilibra su propia interioridad. Por temor el hombre se vuelve un muerto vivo con el caminar cotidiano, al disfrazar su cuerpo con ropas ajenas y pensamientos distintos.

Son muchos los significados simbólicos de esa Escritura perversa: representación de la muerte que llega sin anuncio; el miedo como goteo chino que golpea la conciencia; la incertidumbre que cubre la mirada con la oscuridad perpetua; la sospecha y desconfianza hacia el círculo cercano de afectos familiares y amorosos; el preludio imaginario de odio en crecimiento y deseos de venganza contra un enemigo invisible.

Quizá el primer ejemplo de esa Escritura, lo encontramos en la cédula de ciudadanía en los años cincuenta, un papel en que el sello oficial testimoniaba si se había votado o no en las elecciones para elegir como Presidente a Laureano Gómez. Portar el documento, mostrarlo en un retén o en cualquier requisa de las fuerzas del llamado orden institucional, era simplemente firmar la pena de muerte: su portador no había votado, por lo tanto era liberal o comunista y de inmediato se colocaba en la fila para recibir después, la detonación fulminante de las armas de fuego o el corte violento del machete afilado que se hundía con sevicia en su cuerpo, para señalizarlo con las huellas de un discurso ideológico. El uso de la corbata, prenda de identidad partidista por el color, también se volvió una especie de Escritura del Terror: en los cafés de Bogotá, una corbata roja que trataba de combinar con la ropa oscura de paño y el sombrero gris, se le hacía tragar a la fuerza a su dueño, como señal de escarnio político público.

2
El poeta vive su propio miedo
, la sombra lo sorprende cuando por temor se sale de su cuerpo. El poeta ha cambiado de hábitos personales, debe seguir siendo el mismo, pero que nadie se percate que es el mismo hombre. Abandona la vida pública, asegura chapas y puertas de su apartamento, armarios, citófonos, como si fueran él y su casa escondites blindados. Cambia la relación con la familia, su vida padece el temor recóndito por los suyos. Al salir a la calle ya no lo hace con la confianza de siempre. Desconfía de los transeúntes casuales, de los carros parqueados en la calle, del hombre que espera una cita amorosa en la esquina. Su mirada se ha vuelto más acuciosa para escudriñar los rostros de un posible hombre que lo viene siguiendo, pegado a su piel, a su mirada, a su respiración, hace quince días, lo acompaña en la distancia hasta la puerta de su apartamento y prende un cigarrillo tras otro, mientras amanece parado en la esquina de enfrente, con la mirada puesta en la ventana del poeta como si se tratara de un noctámbulo empedernido: el poeta y aquel hombre son como siameses con movimientos y gestos simultáneos, mudos ensamblados, nunca antes presentados por señales de sangre.

La voz enjaulada en un silencio premeditado vuelve presagio el anuncio de la amenaza decretada por escrito: el poeta nervioso levanta el teléfono en las horas de la madrugada, nadie responde, sólo escucha el ronroneo de un carraspeo inaudible; el poeta suelta el aparato y sumido en la incertidumbre no concilia el sueño, repica el teléfono, lo vuelve a levantar, nadie contesta, al otro lado de la línea responde el ronroneo nefasto de un carraspeo. Trata de dormir abrazado al cuerpo de su compañera, quien despierta no ha perdido detalles de su ajetreo nervioso. Sobre los ojos despiertos del poeta, caen como árboles deshojándose cientos de mariposas que huyen del sueño que no ha podido atraparlas. Él busca refugio silencioso al declamar como un monosílaba agonizante, fragmentos de un poema suyo, “Libreta de apuntes”: Cada amigo está vivo en mi libreta./ Su nombre escrito allí recrea mi afecto/ impreso en signos rojos, en balbuceos azules,/ en claves verdinegras, en consigna afanada/ o de su propio trazo el paraíso./... Y cuando cae un amigo, un compañero,/ cuando ese rayo negro petrifica sus pasos/ debo borrar sus nombres de vino o de palomas/ y así los van tachando mis temblorosos dedos./
Quizá él también quisiera tachar su nombre de su libreta de apuntes, para hacerse invisible como hombre y presencia en arabescos indescifrables, perdido y arrugado en las pequeñas páginas blancas.

El poeta ha recibido tres panfletos con amenazas de muerte, por presidir una institución de solidaridad con Cuba y por la inocencia de sus actos y de su firma, que otros utilizan como mampuesto político e ideológico.
3
En el campo
, a finales de los años 49 y comienzos del 50, esa Escritura del Terror tuvo sus momentos culminantes, cuando para salvar la vida, honra y bienes, los liberales debían cambiar por escrito su pensamiento y tradición política: delante de dos testigos, el hombre o los hombres abandonados y castrados de pensamiento de por vida, escribían su nombre, el número de la cédula y junto a su firma, como testigos el alcalde, el cura o el jefe conservador, el hombre o los hombres leían en voz alta en la mitad de la plaza pública, en su pueblo, el siguiente documento:

“Nosotros, los suscritos ciudadanos colombianos, mayores de edad, cedulados bajo los números abajo citados, en completo goce de nuestras facultades mentales, de nuestra absoluta y espontánea voluntad, sin presión o coacción de directiva alguna, en forma enérgica y orgullosa y bajo la gravedad del juramento, ante Dios y los hombres, y en presencia de testigos declaramos:

Que protestamos del partido liberal y de seguir siendo en sus filas los soldados de antes, porque ese partido es el de la anarquía, disociador moral, que atenta contra el orden y las buenas costumbres y contra la Iglesia Católica, como lo demostró el 9 de abril. Desde hoy perteneceremos al partido conservador, único que representa el patrimonio legado por el Padre de la Patria. Juramos defender al partido conservador hasta morir.”

El hombre o los hombres dejaban de ser, pero finalmente en la laguna de sus tristezas, preservaban sus vidas.

La representación simbólica de la Escritura del Terror tuvo sus avances en burdas manifestaciones públicas, por ejemplo: en las puertas y ventanas de quienes eran señalados para morir, se pintaban burdas cruces rojas. También la voz comenzó por reemplazar la palabra escrita: un muchacho de quince años con voz aguda y melodiosa daba una serenata en las horas de la madrugada, frente a la casa de la familia escogida para el rito de la muerte colectiva. Y no era por azar, al día siguiente esa familia unida en su sangre había dejado de existir por razones de su pensamiento político: así eran de simple los resultados de la serenata.

Después la grafía tendría como desarrollo en papeles arrugados un solo sonido: el de la muerte. El pulso equilibrado de los dedos del asesino, después de disparar con paciencia tachaba el nombre de las víctimas como misión cumplida, el papel arrugado regresaba al bolsillo del pantalón. El justiciero oficial o sicario memorizaba el siguiente nombre: el revólver listo, aceitado continuaba escondido en la pretina, esa noche descansaba y soñaba.

Con el recrudecimiento de la violencia partidista en la década de los cincuentas, la Escritura del Terror comenzó a escribirse como huella perdurable sobre el cuerpo humano, tenebrosa grafía escrita a filo de cuchillo y de machete, en ejemplos recogidos por Germán Guzmán Campos, en su formidable texto, La Violencia en Colombia, parte descriptiva: Para “no dejar ni la semilla”, a las mujeres próximas a parir, les hacían la cesárea, cambiándoles el feto por un gallo, “no dejar ni la semilla” era negar al hombre del bando opuesto el derecho a la procreación; el “corte de franela” consistía en una profunda herida sobre la garganta muy cerca del tronco, corriendo con fuerza un afilado machete sobre la parte superior del cuello; el “corte de corbata” se hacía con cierta destreza a través de una incisión por debajo del maxilar inferior por donde se hacía pasar la lengua de la víctima, la lengua quedaba izada sobre el cuello, como blandiendo al aire; con el “corte de mica”, se decapitaba a la víctima dejándole la cabeza sobre el pecho; el “corte francés” se ejecutaba despojando a la víctima viva, del cuero cabelludo, para que representara el repugnante espectáculo de un cráneo blancuzco y sanguinolento; el “corte de oreja” era la comprobación del asesinato cometido y de la cantidad de víctimas muertas, al presentarse la caja de cartón llena de orejas conservadas en cal, el “pájaro” o asesino recibía el pago acordado con el político o el hacendado.

A finales de la década del cincuenta y comienzos del sesenta, esa Escritura del Terror asumió otras formas para sus anuncios fúnebres. En los departamentos del centro del país, en las horas de la madrugada o de la noche, en las emisoras se escuchaban programas con dedicatorias musicales a los seres queridos: la canción con letra amorosa o de hermosas remembranzas, por dramática ironía se convertía en santo y seña que recibía el asesino que escuchaba la radio, para de inmediato partir a cumplir el compromiso de disparar sobre la vida escogida. Por los mismos años, en sitios públicos, en las cortezas de los árboles, sobre las piedras en los caminos y carreteras aparecía el cartel con la fulminante frase escrita: Se busca… al lado de la fotografía del bandolero la acompañaba su largo prontuario y se resaltaba el valor económico de la recompensa. Se creaba así una mentalidad de delación colectiva, que ha hecho estragos en nuestra historia reciente. Después se escribirían otros significados con la exhibición pública del cadáver del hombre abatido: el ataúd parado y la romería encabezaba por políticos y hacendados que lo habían apoyado y utilizado en vida, lo escupían con falso odio; sus dolientes lo lloraban, sus víctimas lo crucificaban con improperios, lo pateaban con la furia que entraña el dolor por la pérdida del ser querido. Y el cadáver de aquel hombre, a punto de descomponerse continuaba su ronda de exhibición por todas las poblaciones del norte del Tolima.

La Escritura del Terror asumía otras contrarespuestas supuestamente mesiánicas en defensa de los principios revolucionarios, cuando se leía también con voz histórica la orden de fusilamiento del compañero de viaje, en nombre del pueblo, en los campamentos de la insurgencia armada. Los anaqueles de las brigadas castrenses comenzaron a llenarse de la palabra espuria y acusatoria, en discursos de Ley y poco alcance en inteligencia, contra quienes se acusaban de subversivos y auxiliadores de éstos.
4
El poeta hace maletas.
No es precisamente un experto en hacer maletas para viajar. Torpe para ciertos oficios cotidianos del hombre, como por ejemplo, doblar los recuerdos en pliegues infinitos, necesita de una laboriosidad de experto relojero; buscar espacio para las más hermosa de las nostalgias, requiere el veloz vuelo de la mariposa anhelante del puro polen; retener por un instante la imagen fortuita del encuentro amoroso, significa lamer la sed en piedra perdida en el desierto; volver con la voz del regreso de la instantánea fotográfica, es como golpear infinitamente la puerta amurallada en la plenitud de la noche; poner en orden cientos de cartas escritas por las manos del tiempo, se transforma en un esfuerzo descomunal de colocar el dedo en el corazón del elefante blanco. La maleta abre las fauces del tiempo que camina tras la sombra que busca de camino el reposo de un grande y un anciano árbol. El poeta termina por hacer un montón con nudo de corbatas y recuerdos, camisas y antiguos sudores, desodorantes y fotografías, finalmente amontonados en la maleta y con ansiedad de hombre fornido coloca las rodillas sobre el cuero y la cierra con candado.

Entonces, después de ocho días de pensar, en pocos minutos mete en una tula los libros que serán su compañía, en un viaje que otros han determinado por él con la amenaza de un arma sobre la cabeza: Todo Neruda, todo Alberti, todo Vallejo, el Ulises de Joyce. También afanado por el tiempo que corre como ave de mal agüero en la madrugada, sin revisarlos hace un paquete de originales que posiblemente verán la luz ante otros ojos como lectores en el futuro.

Cuando sale de su apartamento y su mirada se estrella contra aquella calle de la que siempre fue un eterno caminante, la verdad es que el poeta siente derrumbarse de vida y cuerpo, la piel se vuelve un llanto público. Otros calles del mundo serán compañía de sus pasos fuertes. El carro enloquece con la velocidad, mientras el poeta se debate en la confusión de sus pensamientos, que aún no encuentran la lucidez de la luciérnaga en la noche plena de lluvia, en la selva cerrada definitivamente. Los controles electrónicos de las entradas al aeropuerto no pueden detectar las tristezas del poeta, que flotan en el aire como flor que despierta con el día. Antes de pasar los controles de la aduana, el poeta conserva las fuerzas para aferrarse a su hija de ocho años, su mirada que huye desprende la mirada de la niña, las palabras no tienen el sentido de la promesa de un pronto reencuentro. La hija lo comprende con una risa juguetona, quizá esté imaginando un viaje en barco, tan próximo como el vuelo de la mariposa cruzada por los colores del arco-iris. Después, el poeta abraza los enormes brazos al cuerpo de su compañera, de su voz sale el secreto del amor que fecunda la vida, compañía y entrega, andares y desencuentros, dos voces que conjugan murmullos de alientos y sueños en las madrugadas. Entonces camina con el tanteo del ciego para montarse de inmediato en aquel avión, que al prender motores se transfigura en una enorme nube que envuelve la mirada del planeta y corre por un enorme río y se pierde en la inmensidad de la montaña.
5
En la madrugada se repetía el ru
ido
estridente del aparato telefónico, que sonaba como una melodía macabra, mientras caía a pedazos la puerta de la casa o del apartamento; en el allanamiento se escudriñaba hasta el más profundo de los recuerdos íntimos, en la bruma de las antiguas fotografías. La pregunta se acompañaba con el golpe en el rostro, con la patada en el estómago, con la inmersión de la cabeza en el agua fría y al final, como consecuencia de la incesante tortura, el torturador feliz obtenía la confesión de la víctima en la penumbra del más inquietante dolor humano. Era la Escritura victoriosa del terror impuesto por el Estatuto de Seguridad. Bogotá se había vuelto una ciudad sumergida en la niebla de un silencio cargado de lluvias y presagios.

En los ochenta se impondrían otros modelos de escritura, homenaje y copia servil de cómo escribía sus mensajes la mafia italiana: envueltos en papel de regalo, llegaban a manos del destinatario pequeños y labrados ataúdes; comenzó a fijarse en las paredes los avisos mortuorios invitando al sepelio del hombre que no había muerto; un día en tarde de esplendoroso sol, cayó en la gramilla del Pascual Guerrero de Cali, en la mitad de un partido muy disputado entre América y Cali, la lluvia de papeles con la escritura en que se anunciaba la aparición del llamado grupo MAS. Sería el comienzo de la muy conocida guerra sucia contra quienes se habían vuelto subversivos por el simple hecho de pensar distinto al establecimiento. La Escritura del Terror había cimentado una larga historia, al construir toda una simbología acerca de las mediaciones entre la vida y la muerte: el miedo adquiría la apariencia de ser social, cuando se hizo plenamente colectivo y comenzó a andar con el revolver en mano.
6
El poeta divaga frente al mar
en el Malecón de La Habana. Juega con la imaginación del niño que todo lo reinventa. La inmensidad del mar abre sus límites a los ojos del poeta, le descubre los secretos de una memoria que desliza el vuelo como una herida recién abierta, por el filo de un cuchillo asesino. El mar le permite al poeta jugar con el vaivén del oleaje que levanta intensos pliegues para inundar al cielo marino de Neruda, preñado de azules infinitos. El poeta revive la lejanía de aquella geografía de un país que fluye y corre con su propia sangre. La gigantesca ola que alza su cuerpo en muchos metros de altura, asume el comienzo y el final del nudo de la cordillera que corre tras el voluminoso cuerpo que atraviesa de un soplo el país que lleva a cuestas; el mar reposa sus tormentas y apacible explaya la visión sobre aquel río que abre su inmensa bocaza para beber en las aguas del mar Atlántico que lo recibe con sus muertos que flotan en sus aguas color sangre, como un viejo amigo de viajes profundos; el mar construye edificios, casas y calles de una ciudad que ha enmontado la existencia a más de dos mil setecientos metros a nivel del mar y el poeta intenta caminar sobre sus propias huellas para alcanzar la voz que por tanto tiempo había llamado por sus nombres a todos sus amigos; el mar en su quietud arrulla un viejo sueño del poeta: él como si fuese un líder de multitudes, en diversos parques arenga a esa masa inquieta con todos los poemas de sus poetas preferidos, la masa ruge en tono y con el vaivén de la fuerza que entraña la pasión por lo que ama entrañablemente. El mar le sigue los pasos al poeta, cuando camina lento por la largura de cemento del Malecón y al oído le dice en secreto, con toda su sabiduría: “Poeta, todas las nostalgias dibujan las líneas del mapa del hombre y debes equilibrarlas con el dolor y la imagen de la distancia, situada a la vuelta del mundo...” Alegre, el poeta intentó correr pero su cuerpo acostumbrado al cigarrillo y al alcohol, obediente sólo caminó los pasos de siempre. El poeta como aliento vital se mece la espesa barba, mira hacia adelante y camina con la cabeza levantada, como escribiendo en prosa poética. El mar lo acompaña con nudos amigables de olas gigantescas, que humedecen cada logro poético en sus pensamientos.
7
Hoy sobre Bogotá
se cierne un atormentado invierno: en los cruces de sus calles, a la luz del día se reparte en hojas volantes de nuevo la Escritura del Terror que amenaza con pistola en mano y palabras de muerte, pensamiento y vidas independientes. La burda Escritura se ha convertido en gendarme público de gestos, risas, abrazos y secretos amorosos. Esa Escritura también ha invadido como creciente peste, aulas de colegios y universidades en rondas de implacable censura contra quienes construyen conocimientos y cultura. Lo mismo sucede en ámbitos en que se discute sobre Derechos Humanos. Entonces, con la voluntad que impone el miedo cuando despliega su risa, escritores, periodistas, antropólogos, maestros, trabajadores han abierto sus maletas para aprisionar en sus fauces todos los recuerdos, y una noche cualquiera furtivos y escondidos entre la niebla, deciden partir en un viaje a la fuerza, abrigados con la esperanza que tiene eco profundo en los límites de la geografía humana. Quizá también regrese para el país, el tiempo de ese silencio que hace del hombre un ser indefenso, mudo en su gestualidad, autista en sus pensamientos, carcomido por el miedo que hace temblar la mirada y aquieta el ritmo del corazón, como si estuviera atrapado en una inmensa cueva de cucarachas.

8
El poeta camina
despacio por las intrincadas calles de La Habana Vieja. Pierde, a propósito los pensamientos lejanos en aquellos laberintos de calles cruzadas que parecieran darse la mano y furtivos abrazos, en espacios que nunca encuentran la puerta, la ventana y escalera y la luz cae de pronto como un haz de líneas luminosas en sorpresiva lluvia. El poeta José Luis Díaz Granados recuerda como golpe directo al mentón, la experiencia dolorosa como si la hubiera escuchado frente a él, del gran poeta argentino, Juan Gelman: “A mí me parece que es un castigo duro eso del exilio. Para los griegos el destierro era un castigo duro, peor que la muerte. No sé sí es exactamente así, pero sin embargo usted lo sabe y lo está sintiendo.” Claro que lo está sintiendo, de su vida se desprenden en este instante como interminable fila de ansiosas y sedientas miles de hormigas arrieras, latitudes de recuerdos y nostalgias, ámbitos de sueños y caminares, espacios de afectos y desencuentros. El exilio es el duro caminar a la fuerza por otras geografías, con pies prestados y otros pensamientos. El desarraigo adquiere la estatura de su esqueleto: los huesos se deshacen en el ocaso del invierno en pleno desierto. Pero la actitud vital del poeta tiene otros puentes de compensación: la vida se abre a nuevas páginas en blanco que deben escribirse, con el valor que se necesita para sobrevivir al borde de un profundo precipicio.

El poeta lo sabe en los meses que ha vivido bajo el sol de ese pueblo maravilloso y la palabra solidaria que gesta su gente en cada uno de sus abrazos: que debe escribir con el frenesí de alguien que está a punto de ser ejecutado en el patíbulo, escribir como salvación y arma a la vez, la palabra que crea belleza y induce al hombre a deleitarse con profundas emociones interiores. Sabemos que el poeta está escribiendo como tabla de salvación. La Escritura del Terror debe tener por fin, un muro de contención un día muy pronto, para que el viajero a la fuerza pueda regresar al territorio de sus intimidades, acompañado con el grito de amistad y el abrazo duradero. La Escritura de la Vida sembrará flores marchitas en la sepultura de la Escritura del Terror.

El poeta contiene la respiración, le da una pausa momentánea a sus añoranzas y despierta la memoria en las líneas finales de su poema “Libreta de teléfonos” y murmulla como bebiendo agua de un gigantesco vaso de vidrio:


Hoy, sin embargo, ansioso de colores,
ávido de estar vivo entre los vivos,
cómo deseo decirle a tanto amigo:
no habrá más tachaduras en mi agenda,
los colores serán para acordarme
que debo marcar el número de sus sonrisas:
el rojo, para la que fabrica suspiros,
el azul, para las ocultas de otros días,
el verde, para el compañero de letras y de luchas
y el negro, el indeleble incolor de la desdicha
para hundir entre el lodo el nombre de la Bestia!