sábado, octubre 07, 2006

CALI: RAZONES DE UNA ESCRITURA

CALI: RAZONES DE UNA ESCRITURA [1]
Por Arturo Alape
[1] Documento leído en el acto de entrega del Doctorado Honoris Causa en literatura, otorgado por la Universidad del Valle. Santiago de Cali, 13 de marzo de 2003.
Agradecemos al amigoLuis Alberto Díaz Martínez, zaid@emcali.net.co , gran compañero de Arturo, el envío de este texto que publicamos hoy 7 de Octubre de 2.006, día en el cual recibimos de parte de su esposa Katía la preocupante noticia del estado crítico de salud en el cual ha entrado EL MAESTRO ALAPE. Nuestra solidaridad para ella y él.

Cuando estoy de viaje en Cali por cualquier circunstancia, el regreso conmueve las preguntas originarias y no puedo escaparme de las asechanzas de la memoria ávida, inquieta en su despertar de años. Es volver a colocar la mirada en dirección precisa y así evitar el choque momentáneo de la sorpresa que ha estado encarcelada como aire puro que huye y lleva consigo todos los posibles vuelos. Regreso a la fuente para calmar la sed en el acontecimiento vivido, razón que revive el pálpito por la vida.

Escucho el inevitable y casi moribundo silbido de la sirena de un tren que viene al paso de alguien que ha dejado de agitar con angustia la vieja bandera blanca, ya casi deshecha por los embates del tiempo en las manos de un niño que siempre está jugando con su colección de caracoles, y al caer la tarde cansado de sus juegos la guarda celosamente en los bolsillos. El tren envuelto en la figura fantasmal del humo envolvente, escritura volátil de arabescos y figuras, se detiene de improviso frente al niño y deja escapar un mar ahogado de carbones encendidos. El niño enrolla el trapo blanco sobre el cuello, y sin ninguna prisa hace un conteo minucioso de rostros que viajan pegados en los vidrios polvorientos de las ventanas de los vagones.

Yo decido subir al tren, recorro vagones vacíos y en el último, por un abrupto presentimiento, al abrir una de las ventanas para darme un poco de respiración, me encuentro con la mirada ávida de aquel niño que me sonríe, quizá un poco tardío, con su semblante iluminado de anhelos y huellas de recuerdos, y al levantar la mano con una timidez que paraliza sus movimientos, me despide con murmullos de sus labios que no puedo descifrar. Me entristece la zozobra de aquella despedida, mis ánimos son burbujas invadidas por cientos de polillas que sobrevuelan alrededor de la luz de un bombillo que agoniza, para luego chocar y deshacerse en el aire. El niño me da la espalda, corre, se detiene pensativo, luego alegre juega a la rayuela saltando sobre un solo pie para caer en los diversos tablones de la carrilera, mientras canta una vieja canción que carcome la intimidad de las nostalgias que tanto duelen.

Siento como un golpe bajo en el estómago el brutal avance y retroceso del tren que no se decide por devorar la distancia. Son las dudas de la vieja y fantasmal máquina que pareciera dejar traslucir el cansancio de sus calderas ya oxidadas: el fuego de los carbones es un lastimoso quejido. El día también equilibra las dudas en la espera: día atravesado por las nubes grises de la nocturnidad, se vuelve apacible en su transcurrir. Pienso que mi silla de tercera es la escogida para dormitar un poco, mientras las palabras imaginadas encuentran la ambicionada orilla del río que yace entre los pensamientos. Adormilado pienso en aquel niño que siempre huye de mi mirada, porque sabe que necesito hablar de frente con él en un encuentro deseado de voces que están en su memoria y en la mía y, yo quisiera volver a escucharlas por un maravilloso instante para reconstruir antiguas instancias de mi vida. Quisiera volver a jugar de nuevo con sus caracoles que ocultan lánguidos brotes de voces escondidas, en sus pequeñas conchas de nácar.

Cuando el tren entra a la ciudad, me sobresalta la gritería de una multitud parecida al cuerpo de una enorme montaña que se levanta entre el dolor y la furia. Por la ventanilla del vagón veo la ciudad de Cali devorada por una inmensa e implacable llamarada, que crece como silbido salvaje empujado por un nudo de vientos que liberan sus brazos de una enorme cueva. Al bajarme del tren, la madrugada que avanza es una gigantesca caldera cruzada de furiosas llamas; entre carbones y cenizas escucho voces lastimeras aullando como si estuvieran apaleando cientos de miles de perros a media noche. La ciudad apenas se sostiene en paredes sin techos y los escombros descubren vigas a punto de caer como carbones ante cualquier insignificante viento. Las llamaradas crecen hasta llegar a los límites geográficos de una ciudad que aún no despierta del estupor que desborda cualquier estado anímico. El paroxismo del miedo y del horror en una extraña danza que ha paralizado los causes del llanto. En los días siguientes emergieron a la luz cientos de cadáveres carbonizados como momias deshaciéndose ante el temblor del tiempo prematuro. Aquella madrugada del 7 de agosto de 1956 sigue aún creciendo en su fuego devorador, en la mitad del corazón de la memoria que cada día como un enorme espejo en su espectro brillante, todo lo delinea con perfiles definidos, a pesar de tantas incógnitas que continúan en la oscuridad.

Las noches de Cali se volvieron infecundas para la vida. Noches azotadas por la risa fúnebre de quienes eran los dueños de sus entrañas, dueños de geografías urbanas inhóspitas que solo servían como supuesto refugio para los gritos ya demolidos en la agonía precipitada por mano ajena. El hombre que se aventuraba a penetrar inocente en las noches preñadas de presagios, era ya hombre muerto en su respiración. La pericia de quien disparaba impedía, en aquellos ámbitos poblados por la sordidez de la matanza, la circunstancia banal para que el no grito se escuchara o de pronto apareciera la imagen religiosa de pasajera salvación. La noche esparcía por doquier la fija mirada de asesinos profesionales que jugaban al juego mortal de encontrar víctimas a destiempo. No buscaban a alguien en particular, encontraban por casualidad a alguien en particular. No utilizaban libretas para luego tachar los nombres escogidos, las víctimas eran seleccionadas en el momento supremo en que por física casualidad, un disparo atravesaba su vida. Andaban despacio montados en sus monumentales carros de los años cincuenta, detenían motor y respiración, encendían con manipulación perversa el cigarrillo, susurraban conversaciones cretinas mientras esperaban. Eran hombres ensombrerados con sus vestidos oscuros de paño. Después de la insidiosa espera, prendían motor y cuando veían una figura esbelta por la sombra precipitada que corría, entonces comenzaban el juego macabro de la persecución. No necesitaban descifrar rasgos físicos del hombre que corría o caminaba. No mostraban el rostro bajo sus sombreros, evitaban cualquier insignificante signo de preocupación para disparar. Jugaban con la inocente liebre que corría. Si ésta escapaba por cualquier resquicio arquitectónico, esperaban tranquilos otra víctima. Lo importante para ellos era crucificar con sus disparos el destello de vida que se les atravesara por casualidad en la noche. Aquel hombre que moriría no contaba en su vida con la culpa de un delito cometido, era un hombre elaborado por el polvo y barro de la inocencia y la transparencia. Su único delito había sido la decisión de salir en las noches de la ciudad de Cali, en los aciagos años 49 al 57.

En mi novela Noche de Pájaros regreso con profunda inquietud de aquellos recuerdos, cuando el miedo hizo barro y florituras de pavor en los rostros de quienes vivieron la intensidad de un insomnio agonizante, perdidos en los albores de la madrugada.

Por esa época de terror colectivo que había invadido a Cali, el Instituto de Cultura Popular era epicentro de ansiedades y agitación cultural. En los viejos salones de una antigua casa republicana, situada cerca del río Cali, confluían las voces de diversos ámbitos artísticos. Octavio Marulanda montaba y dirigía Las Convulsiones de Luis Vargas Tejada; Enrique Buenaventura estaba recién llegado de Buenos Aires y comenzaba a crear las bases humanas de lo que sería El TEC, que a principios del año 58 montaría una versión callejera de los Reyes Magos; nosotros los pintores y escultores exhibíamos obras en parques y plazas públicas. Alfonso Valdiri era un virtuoso de la guitarra clásica. A principios del año 57 el Instituto Popular de Cultura se volvió un hervidero humano que expresaba voces públicas y clandestinas contra la dictadura: reuniones con los estudiantes del Conservatorio de Bellas Artes y la Universidad del Valle, salones repletos de afiches contra Rojas Pinilla, lectura de proclamas en mimeógrafo, salidas nocturnas a la ciudad para distribuir los documentos. La cultura involucrada en el conflicto político que enfrentaba el país. Un grupo español de teatro clásico que andaba de visita en la ciudad, puso en escena en el Coliseo Cubierto, Fuente Ovejuna de Lope de Vega y la salida del público se convirtió en acto enardecido contra los militares. El Instituto Popular de Cultura era como la expresión genuina de una ciudad amordazada por el miedo y el terror, que un día decide soltar las amarras de su voz contenida.

Corro afiebrado por la calle 25 y cerca del túnel de la carrera 5 veo sonriente al viejo Luis Aragón entre la multitud, optimista vital, con la mano derecha metida en los bolsillos del pantalón, moviendo sus espesas cejas que caen sobre los surcos de la frente, al unísono de su pequeño bigote mosca que se levanta cuando él mordisquea constantemente sus cajas de dientes. Como siempre, el viejo albañil, mi maestro de pintura, me brinda el abrazo de años y suelta al oído sus palabras masticadas: “Arturo, hay que pintar. Siempre debes pintar. Busca el material, busca el color… No olvides tus fuertes trazos” En el transcurrir de los años escucharía el mismo consejo, en los labios del maestro Carlos Correa.

No tengo tiempo para escucharlo. Es como si me arrastrara el mar con sus historias. Ahora la ciudad despierta el cuerpo de la multitud que busca convulsionada volver a reencontrar su imagen perdida en la oscuridad de un túnel que todo lo avasallaba y ocultaba. Multitud incontrolada, briosa en sus desmanes, memoriosa porque no olvida las afrentas pasadas y quiere entre manos a muchos culpables de sus padecimientos. Un hombre huye, el hombre ha disparado su arma hasta el cansancio, su puntería ha cesado, el tambor de su arma está vacío de muerte, huye con el rostro desencajado. La multitud lo persigue. El hombre en su carrera quisiera volar, transformarse en “pájaro”, hacer honor a su nombre cuando picoteaba con frialdad los últimos instantes de la agonía del hombre que perseguía. La multitud lo caza, lo golpea a patadas por todo el cuerpo, lo transfigura en piltrafa humana y su sangre es hilillo de dolor por todo el cuerpo; la multitud lo arrastra, y en el momento en que sus ojos se abren para pedir clemencia, la multitud prende candela a sus pertenencias y lanza al aire una maleta llena de billetes; la multitud frenética danza alrededor del hombre que muere gimiendo sobre las imágenes de las muertes que sembró con su puntería.

La multitud golpea a otro hombre con los puños cerrados, golpea a otro hombre con las manos abiertas, lo golpea con una piedra y cientos de palos, lo patea, lo jala de los brazos, lo arrastra por las piernas, lo arrastra de los cabellos. Es la fuerza desbocada de la multitud adolorida en su ser, flagelada en sus heridas, mutilada en sus recuerdos, silenciada en sus noches, ahora río turbulento, vengativo, encolerizado en sus extrañas. Y el hombre, el Pájaro, el Ave de la Muerte, ya muerto en su dolor, su cuerpo yace convertido en un simple simulacro de desechos de huesos partidos, muñeco de trapo, pelele sumergido en su propio invento de la muerte a destiempo. No pierdo detalles de la escena. El dibujo expresa fuerza de sus líneas. El dibujo después será un aguafuerte, una punta seca. Esa multitud enardecida asalta y destruye las instalaciones del Diario del Pacífico, voz intelectual directa de la pajaramenta; esa multitud dirige su furia hacia las instalaciones de la Tercera Brigada para sacar a mano limpia de sus oscuros calabozos a infinidades de presos políticos. Escucho por un parlante, la voz de Pedro Infante que canta con cierta tristeza por la inefable despedida: “Esta flor ya no retoña, tiene muerto el corazón…Yo la regaba con lágrimas de mis ojos …” Su voz sale de la radiola multicolor que está en la calle, presencia en la noche que cae sobre la ciudad como leve llovizna, que toca a la puerta en la madrugada, cuando emerge el recuerdo del dolor humano como pajarillo solitario, en plena angustia.

En uno de los rincones del cuarto-taller, casi que escondido en la oscuridad, nervioso y acelerado, Vincent escribe diariamente sus cartas a su hermano Theo. Observo su barba roja y los ojos azules desaforados cuando sus manos de pastor minero escriben los trazos premonitorios de agonía. Nunca habla con nosotros, pero lee como leyendo en alta voz la Biblia cada fragmento que escribe: “El arte exige un trabajo obstinado, un trabajo a pesar de todo y una observación siempre alerta y continua…” Con Alfredo Castañeda, mi amigo escultor compartimos aquel cuarto: una antigua cocina, su techo una aguda claraboya de humo posesionado por el tiempo. Alfredo maneja con sabiduría el barro: un trío de niños músicos van apareciendo como figuras definidas, mientras él declama con su voz histriónica recién salida de las selvas del Huila, el primer capítulo de La Vorágine de Rivera…

Había caído la dictadura de Rojas Pinilla y emergió de las tinieblas la más grande y confiada explosión popular. Solitarios y abrumados habíamos salido del túnel de la violencia partidista y en los albores de la luz nos esperaba el bullicio de la protesta social. Huelgas de hambre en Croydon, marcha de los azucareros de Palmira a Cali por la carretera Central, de cientos de hombres, mujeres y niños, cañeros todos por herencia de oficio, con su muertos sin que terminaran de marchar, por el lamentable accidente de una bala perdida disparada al cielo, como diría el señor Presidente de entonces.

En Cali se construyeron más que nunca, viviendas para los pobres, por obra y gracia de las invasiones, crecieron los barrios por la angustia de techo de los exiliados de la violencia, venidos de la Cordillera Occidental. Las huelgas de Relator, la huelga de la Garantía, la huelga del Ingenio de Río Paila. La ilusión de la revolución se puso al alcance de la mano. Con el poeta y librero Leonel Brand, pusimos los ojos en la Juventud comunista, en cuyas reuniones fuimos a equilibrar nuestra fiebre revolucionaria. Vivimos con intensidad la influencia tardía de la guerra civil española. A través de los cantos al Quinto Regimiento, con Leonel, en la librería Bonar o en la loma de San Antonio en las noches, nos hicimos voraces lectores de Miguel Hernández, García Lorca, Pablo Neruda. César Vallejo. Después , también con Leonel y Alfredo Castañeda, el escultor, nos involucramos en la lucha por la tierra urbana, metidos de lleno en la invasión de predios en donde surgieron los barrios La Isla y Alberto Lleras. Crecía la ciudad.

A mediados de 1960, tomé la dolorosa decisión: dejaría la pintura para dedicarme por completo a la agitación revolucionaria. Decisión influida por la visión inmediatista de pensar y creer que el sueño de una sociedad más justa, se realizaría muy pronto. Ante nosotros, como fecunda montaña teníamos de frente el ejemplo de la revolución cubana. En América Latina los imposibles se habían vuelto posibles por la acción de los hombres. Ese reto histórico creaba en uno, la voz impositiva de la conciencia: Todo el tiempo debía involucrarse en la acción revolucionaria. Pintura y política, en ese crucial momento existencial se volvieron habitantes de territorios contrarios. Y comenzaron a morir los nuevos muertos por ese sueño imaginado: Antonio Larrota, fugaz meteoro de voz acerada muerto en una incipiente y frustrada guerrilla. Su muerte fue un duro golpe para Leonel Brand. Deja la lectura y la escritura de sus poemas y dedica todas sus fuerzas a la labor política; se vuelve un hombre taciturno, propenso a la tristeza. Decide irse para el Urabá antioqueño, el mes de septiembre de 1961. Poco tiempo después, el cuerpo sin vida de Leonel Brand había desaparecido; nunca se encontrarían sus restos. Fue el primer poeta latinoamericano que murió en la guerrilla.

En 1965, a mediados del año, de Bogotá salí para el campo a cumplir tareas políticas y ese viaje me convirtió en caminante de inmensas geografías del país: escuché historias de hombres a través de voces de ríos, conocí murmullos humanos en la selva y la montaña, vislumbré nuevas miradas de futuros. Intentaba dibujar la experiencia vivida pero el dibujo terco se ocultaba en la imaginación y apareció entonces la necesidad de la palabra escrita. Escribí un Diario que con el correr del tiempo se hizo libro. La palabra se convirtió en exorcismo para mis contradicciones existenciales y caí en sus redes, me volví escritor.

Año 68. Las despedidas siempre han lacerado mi corazón de ausencias. Soy un hombre armado con una quebrantada armadura de despedidas. Los compañeros sonrientes en la orilla del río Carare, en el Magdalena Medio, dijeron al unísono: “Gómez, cúrese pronto el paludismo y regrese por estas selvas…” Me monto en la canoa. Alfonso, el hombre de la canoa comienza a remar con una calma implacable que presiente el tiempo que será devorado por enormes lenguas de un sol abandonado en las vertientes de un río que no escucha palabras. La fiebre palúdica sube como si fuese una serpiente que le han cortado la cabeza y su cuerpo convulsiona al vaivén de la sangría. Los árboles en la selva son brazos que me atenazan y me levantan como criatura indefensa que vaga en el aire, me siento un insecto volando a la deriva, quieren estrangularme; las nubes se desinflan en figuras de pequeños barcos en formación de hileras a punto de chocar unas con otras; gime un río atormentado como si los hombres apostados en sus orillas sólo pudieran disparar con sus armas la indecencia de un llanto oculto. Ven, ven Susana, deja la ciudad, ven cúbreme con el calor de tus cartas y dame todo el frío de tu piel placentera para espantar el infierno de mi cuerpo que no cesa en desprender humo de ceniza caliente. Ven, mándame tus líneas en tus noches de ausencias… La canoa en su vaivén neurótico guía a un hombre solitario acosado por el frío como si fuera una enorme nube de insectos que buscan depositar su mierda y sus huevos en un cerebro desorbitado por la angustia. Quiero golpear mi cuerpo contra la madera de la canoa, quisiera que la canoa fuese un pequeño río de salvación para ahogar la llama que carboniza mi cuerpo. Ven Susana con tus cartas y envíame todo el calor que haz engendrado en tus noches de húmeda ausencia, ven. No me abandones en los laberintos de un olvido lacerado. La canoa continúa el sino devorador de las aguas de un río que tranquilas corren sin importarles la ansiedad de una lejanía que desea la final penetración.

La canoa se ha quedado sin río y sin aguas. El hombre de la canoa con su voz parsimoniosa, habla con voz de despedida: “Llegamos. Gómez, regrese del sueño...” Cuando me levanto un poco sosegado por el cansancio que ha dominado mi cuerpo, unas cuantas gradas me esperan para llegar a mi segundo cuarto en el cual la memoria yace bajo el techo de una enorme atarraya, que simula un paisaje desolado y poblado por cientos de alimañas; un cuarto propio con una cama propia y una mesa improvisada para comer, tras la cortina de plástico, el baño, mi cuarto para soñar. Cali de regreso 1969, barrio El Centenario.

Sentado sobre la última grada de entrada a la habitación, Hernando Guerrero, el fotógrafo con su rostro enmarañado por la crecida y descuidada barba que deja caer sobre las rodillas y su lánguida y miope mirada a través de los gruesos vidrios de sus gafas, me espera para decirme en un tono memorioso de lector infatigable: “Si quieres escribir, debes leer todo lo que te traigo…” Él que escribía con la brillantez del impacto de las imágenes fotográficas, quería que otros lo hicieran con el frenesí de las palabras. A su lado, dos montones de libros. Con la ansiedad que exaltaba su febril y generosa actitud, me fue pasando textos de Quiroga, Guimaraes Rosas, Gabo, Fuentes, Vargas Llosa, Cortázar. Yo terminé por abrazarme a cada uno de los textos y los fui devorando en sus páginas, en largas noches de insomnio carcelero en que se había convertido aquel cuarto. Así como había devorado los textos de Balzac, Chéjov, Dostoievski, Tolstoi y las biografías de los grandes pintores, especialmente de los Impresionistas, en mi época de pintor. Días y semanas sin salir de aquel cuarto con la respiración aprisionada. Para conservar mi libertad perseguida debía poblar mis pensamientos con tantas historias acumuladas en tantas páginas escritas magistralmente. Para sobrevivir la lejanía de las ausencias, no tenía otra escapatoria que leer: la literatura será por siempre la salvación de los perseguidos.

La segunda gran decisión de mi vida: dejé la política para construir los sueños a través de la palabra escrita. Se abrieron diversas sagas de escrituras como experiencias vitales del quehacer de la política: La historia, la narrativa y el periodismo. Y comencé a escribir porque mi sangre pedía que lo hiciera sin temblores en la mano. Ahora la altísima fiebre era por el ritmo de la escritura. Antes lo había sido la pintura. El color, la línea y el trazo fuerte de la selva y la montaña vibraban como especie olvidada en mi cerebro. Debía escribir porque tenía historias que contar; historias de profundidad alucinante; historias en que la piel de la vida jugaba su sensibilidad al borde de la frialdad en los dedos de la muerte, en busca de los sueños de los años sesenta, sueño de utopías y esperanzas; historias de sueños que se habían vuelto como rosario de anhelos y peticiones; historias de intimidades enajenadas por ataduras al miedo de quedarse mudo definitivamente, solitario, sin cuerpo ajeno para abrazarse. Cuando escribía en aquel cuarto de mi prisión momentánea, comprendí que había sido un hombre de doble geografía: caminante de kilómetros de selvas y montañas, caminante de calles perdidas en diversas ciudades del mundo. Un exiliado de la ciudad de Cali. Una doble geografía que había equilibrado mi ser para preguntarme la razón de mi existencia.

Cuando salí de aquel cuarto con mi primer original de cuentos, Las muertes de Tirofijo y la atarraya bien enrollada debajo de los brazos, bajé las gradas y crecí los pulmones con un nuevo aire. En la calle me esperaba bajo la sombra de un árbol, el hombre de la canoa. Esperé que terminara de fumar su enorme tabaco. Entonces preguntó con su voz de flauta y memoria: “Arturo, para dónde vamos?” Le señalé la cordillera Central y después le dije: “Vamos para Bogotá”. Desde entonces, viajero y acompañante del hombre de la canoa, he venido lanzando la atarraya para pescar esquivas imágenes que luego se escribieron como historias.

En lo más recóndito de mi memoria, llevaba dos imágenes imborrables de mis recuerdos de niñez del 9 de abril en Cali: la espalda ensangrentada de un hombre y los pasos brutales que durante una semana escuché sobre el techo de la casa, después de aquel hecho luctuoso. El origen de esas dos imágenes debía buscarlas en la ciudad escenario de los acontecimientos centrales. Pero antes debía buscar la voz colectiva de la memoria urbana que en los años setenta se debatía en la penuria de un total olvido y el puente entre la agonía y la muerte.

En el proceso de la indagación y la escritura de El Bogotazo: memorias del olvido, duré siete años de fecunda pasión y de férrea disciplina. Realicé alrededor de unas 400 grandes entrevistas de 1 a 10 horas con sobrevivientes del 9 de abril, revisé minuciosamente 50 años de prensa, leí de 70 a 80 libros publicados en Colombia y Latinoamérica sobre el acontecimiento, leí el sumario de la investigación del asesinato de Gaitán, alrededor de 10.000 folios, revisé alrededor de tres mil fotografías, miré asombrado los documentales filmados por noticiarios de la época. Fue un largo aprendizaje del oficio del historiador, que amplía y disminuye la lente de la historia, la confronta como frío dato y luego la racionaliza creativamente desde una visión de la escritura literaria: conflicto histórico descifrado en la dimensión de sentimientos y contradicciones humanas que se mueven entre líneas de profundas gestualidades y obedecen a razones de mentalidades antagónicas. Reconstrucción minuciosa del acontecimiento histórico en la diversidad de la multiplicidad de voces, profunda enseñanza para un país que no escucha al otro, el otro sólo existe para precisarle el disparo en la nuca.

Mi trabajo sobre historia contemporánea se complementa con La paz, la violencia: testigos de excepción, fresco de voces que reflexionan sobre una historia reciente que a todos nos afectó y nos sigue afectando. En el año 84 comienzo a escribir la biografía de Marulanda en dos tomos. Así culmino, por una decisión muy íntima, mi trabajo como historiador: el acontecer de un día, el 9 de abril, un texto que recoge 50 años de historia reciente y la biografía de un personaje popular, con su visión desde la otra historia oculta, la historia no contada.

En el interminable viaje hacia la profundidad de la ciudad memoria, me reencuentro con Cali imaginado y narro historias en Julieta, el sueño de las mariposas, desde las miradas de la niñez, la juventud y la adultez para reflexionar acerca de la relación amorosa en sus momentos de iniciación, el descubrimiento de la piel y de los cuerpos, el albur de los encuentros, la dureza del desamor, las eternas despedidas y la frustración que deja la ausencia amorosa.

La escritura de Mirando al final del alba, me plantea cómo resolver la relación y contradicción de lo histórico-personal de una historia reciente o lo histórico dentro de un proceso narrativo. Acompañado del hombre de la canoa, atravesamos los páramos de Sumapaz y de Los Espejos en el Cauca y remando tras las huellas de la niebla para buscar la historia real como si fuese una historia nacida de la ficción y en su contexto narrativo, incluyo la realización de dos documentales simbólicos a través de analogías sobre la vida de dos dirigentes populares: la eterna y envolvente persecución a Quintín Lame y los sueños de realización humana contados día a día por Juan de la Cruz Varela.

Sangre ajena emerge como un fantasma despavorido de una realidad circundante que me ha rodeado los últimos años, realidad con la cual he convivido por experiencia propia o través de vidas ajenas. En ese sentido, asumo el papel del escritor que se alimenta sin piedad para su escritura, de la carroña en los conflictos personales. La escritura se transforma en un amasijo creativo que en esencia, descifra esa masa de información humana que yace en la memoria y en los documentos escritos.

En diciembre del año pasado volví de regreso a Cali la ciudad de la memoria. Acompañado por el hombre de la canoa, cómplice de toda la vida, remamos, caminamos y observamos la destrucción histórica de lo que había sido el entorno de mi niñez en pleno centro de la ciudad: desechos humanos tirados en la calle por el azar de un destino trazado por otros; fachadas de casas sin fondo construido en sus interiores; un olor envolvente de fetidez en descomposición, mezcla de mierda, basura y agonías inclementes de quienes tienen por derecho, el soplo de una muerte lenta.

Llegamos a la casa situada en la calle 12 con carreras 12 y 13, la puerta de un verde cuarteado, estaba abierta, con un agujero donde estaban antes la chapa y la manija de entrada. La vieja Agripina abrió la puerta. Confiada, con el carraspeo colgante de su coto, apoyada en el palo que le sirve de pierna derecha y su risa de espanta-pájaro viviente, me invita a seguir por el primer zaguán de la casa de la niñez, con sus 19 habitaciones. Por dentro no era la misma casa, era el esqueleto de la casa cayéndose entre sus huesos y un polvo invasor como señal de que algo había desaparecido en nosotros: humedad, moho, lagartijas en las paredes ya semiderruidas. Las puertas de las habitaciones desaparecieron por el golpe brutal del tiempo.

Sorpresivamente el niño salió de una de habitaciones –quizá la habitación de mi niñez, en la cual viví con mi madre y el hermano mayor-, por inercia me da la espalda, corre por el primer patio, se detiene pensativo, luego alegre juega a la rayuela saltando sobre un solo pie para caer en los diversos tablones de la carrilera, mientras canta la misma vieja canción que carcome la intimidad de las nostalgias que tanto me duelen. Ansioso corre hacia el segundo patio en el cual estaba situado el frondoso árbol de mango. Lo sigo atrapado por el imán de su risa. El niño se quita la camisa, la amarra a la cintura y comienza a jugar el juego de la libertad como si alguien lo estuviera persiguiendo. Grita, libertad, libertad...cuando alguien imaginario lo atrapa por la espalda. Ya cansado se detiene, sudoroso me lanza una tierna mirada de eterna amistad y me invita a jugar con su colección de conchas de nácar. Después iniciamos una larga conversación que duró tres noches seguidas. La memoria se deshizo del largo sueño en que había estado atrapada en la atarraya del olvido. El hombre de la canoa me espera al frente de la casa, fumando tranquilo su enorme tabaco, los bolutas de humo se entrelazan en abrazos caminantes.

[1] Documento leído en el acto de entrega del Doctorado Honoris Causa en literatura, otorgado por la Universidad del Valle. Santiago de Cali, 13 de marzo de 2003