domingo, agosto 27, 2006

"EL CADAVER INSEPULTO." Textos de y sobre ...

"EL CADAVER INSEPULTO"
Textos de y sobre el libro y el autor

"El cadaver insepulto". Carátula.
Editorial Planeta. Primera edición, Julio 2.005. 320 págs.
Arturo Alape. Fotografía Eskape

Arturo Alape. 1.998, Caicedonia, Valle
Fotografía: Manuel Tiberio Bermudez

TEXTOS

'EL CADÁVER INSEPULTO', LA NUEVA NOVELA DE ARTURO ALAPE
Contenido:
* 'El cadáver insepulto', la nueva novela de Arturo Alape

Comentario de Javier Darío Restrepo sobre la novela de Arturo Alape
La crucifixión. Capítulo 4
El cadáver ilustre Capítulo 6
Fuente: ESKAPE (El Tiempo)
** ENTREVISTA CON ARTURO ALAPE AUTOR DE “EL CADAVER INSEPULTO”
Por Manuel Tiberio Bermúdez http://www.redyaccion.com/comentariosnovelaAlape.htm
*** "LA VERDAD ESTÁ QUEBRADA"
Entrevista a Arturo Alape. ¿Qué representa el cadáver insepulto?
Revista Cambio http://www.cambio.com.co/html/cultura/articulos/4088/

**** LA "MULTITUD" EN COLOMBIA
DE "EL CADÁVER INSEPULTO" A LA MULTITUD POSMODERNA
Juan Carlos García . Rebelión19-08-2005 http://www.rebelion.org/noticia.php?id=19026

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'EL CADÁVER INSEPULTO', LA NUEVA NOVELA DE ARTURO ALAPE
La trama de esta historia es una recreación de un episodio de los años 50 en el que se denuncia un verdadero crimen de estado.

Según comenta el escritor colombiano, este libro es el punto final de una deuda que contrajo hace 30 años. Por esa época escribía El Bogotazo y el camino de su investigación lo llevó a Felipe González Toledo, el famoso cronista judicial y memoria no oficial del 9 de abril. "Fueron dos entrevistas muy largas. En la primera hablamos del Bogotazo y la segunda se centró en la historia de Edelmira viuda de Orozco. ‘Tú, Arturo, debes escribir la novela sobre la historia de aquella valerosa mujer. Yo, desde las páginas del semanario Sucesos hice la denuncia sobre el monstruoso asesinato de su esposo, el capitán Tito Orozco’", recuerda Alape que le dijo González.

El escritor cumplió el compromiso y, además, convirtió a González en el protagonista de su relato.

En estas tres décadas y después de muchos libros, Alape fue completando el mapa de esta historia. En primer lugar, y unos pocos meses después de hablar con González, se reunió con la viuda. En 1998 habló con Eduardo Orozco, hijo de Edelmira, y poco a poco terminó de armar el rompecabezas. "Consulté documentos de la época. Hice un seguimiento a las crónicas de prensa, especialmente las de González. Allí se contaba la batalla solitaria de esta mujer por esclarecer el crimen de su marido. También tuve acceso a documentos de ella".

Con esta información, que él considera más de contexto, comenzó su operación desde la ficción. El reto era tejer los sucesos y allí fue cuando descubrió su recurso narrativo: "En este caso me sirvió el discurso de la ausencia. A través de él todo se reconstruye; es seguir los pasos del otro, en la vida, la muerte y la agonía".

Esta novela es un complemento de su Bogotazo, desde la ficción aunque con base en la realidad. "Todo lo que he hecho es parte de una obra total, lo que me interesa es vincular lo histórico y lo narrativo".

El cronista Felipe González Toledo le dijo: ‘Arturo, tú deberías escribir esta historia’.
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LA MIRADA LÚCIDA DEL NOVELISTA.

A propósito de El cadáver Insepulto, de Arturo Alape.
COMENTARIO DE JAVIER DARÍO RESTREPO SOBRE LA NOVELA DE ARTURO ALAPE
Por Javier Darío Restrepo
Eskpe/Libros/El cadáver insepulto . Comentarios Fuente ESKAPE
Carátula
http://www.eskpe.com/secc_eskpe/libr_eskpe/elcadverinsepulto/IMAGEN/IMAGEN-2503702-1.jpg

Arturo no lo dijo todo sobre el 9 de abril. Lo que aún quedó por decir después de la exhaustiva investigación de su libro El Bogotazo, lo está contando con las dos voces que narran su nueva novela: doña Tránsito viuda de Toro y el periodista Felipe González Toledo.

Cuando el país apenas se sacudía las cenizas de los incendios de aquel abril, se abatió sobre él la marea negra de la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla, que dejó sus más ominosas marcas en las fuerzas armadas; una tragedia agregada al inmenso drama de la violencia partidista. Los historiadores y los periodistas han contado esa historia, pero hay otra visión indispensable para la comprensión cabal de estos años de tormenta: la del artista.

Escritores, pintores, escultores, músicos se asomaron al recuerdo de guerras y violencias y lo transformaron. Alejandro Obregón transfiguró ese dolor colectivo de los años 50 en su óleo Violencia; y lo mismo hizo Rodrigo Arenas con sus esculturas monumentales. Gabriel García Márquez transmuta en símbolo universal nuestras violencias en Cien Años de soledad y en El día señalado, por ejemplo. Sucede lo mismo cuando Héctor Rojas Herazo escribe Celia se pudre o En Noviembre llega el Arzobispo; Elisa Mújica en Catalina, o José Antonio Lizarazo en El amor y la Derrota y en El día del odio. Sobre estos relatos y otros más afirmaba en 1952 Germán Arciniegas que “la novela es en lo general un documento más exacto que la historia.” Es una expresión hiperbólica que, sin embargo, tiene fundamento: en la visión del novelista hay una claridad y lucidez que le faltan al historiador.

Detrás del novelista que crea historias de violencia o de guerra suele haber una víctima que narra. Es igualmente cierto que los vencedores son los que escriben y falsean la historia, y que las víctimas la recuperan cuando denuncian la injusticia sufrida. Pero el sentido de esa historia, su profundidad y riqueza sólo aparecen cuando la memoria ilumina los hechos y el arte traza sus contornos. Decía Bertold Brecht que “la verdad es concreta; en una época de horrores impensables, tal vez sólo el arte puede satisfacer.”

La voz de Tránsito en la novela de Alape es la de incontables víctimas; el novelista ha utilizado ese testimonio como materia prima para crear la imagen imborrable de la mujer fuerte y a la vez tierna; en apariencia débil y vulnerable, en sus actuaciones audaz e implacable. Cuando la escena debería ser dominada por el capitán Ezequiel Toro, su marido, es ella quien convoca la atención y la admiración como toda esa muchedumbre de viudas que parece colmar y llenar de fuerza y de coraje las páginas de nuestra violencia.

El artista transforma la realidad histórica y revela profundidades que se ocultan a la primera mirada del historiador y del cronista. Adorno explica los dos pasos de ese proceso que sigue el artista cuando expresa y transforma su dolor o el dolor ajeno: el primero es la distancia, que le da una perspectiva reveladora de los hechos. Entre el Bogotazo de Alape y el Cadáver Insepulto, se da la diferencia que aporta la distancia. El otro paso lo da al imprimirle forma a la historia. “Al dar forma al mal, invierte su situación, deja de ser contenido pasivo de la historia, desaparece la víctima y surge el creador.” De nuevo el cronista e historiador se diferencian del novelista.

Alape usa su poder creador para revivir la figura de Felipe González Toledo con los materiales de la memoria y de su sensibilidad de artista. Allí aparecen como en un caleidoscopio, el periodista apasionado por la investigación judicial, el maniático de la exactitud, la víctima de la censura y del censor instalado en la redacción de El Espectador con su lápiz rojo y su insoportable arrogancia; regresan los dilemas éticos del meticuloso cronista judicial. Todo adquiere una dimensión nueva dentro de la atmósfera y el mundo creados por el escritor. Es tal la fuerza transformadora de la memoria puesta al servicio de la creación literaria, que viejas crónicas de Felipe, como la del baúl escarlata o el obstinado seguimiento del reportero a los restos de Juan Roa Sierra, aparecen bajo una luz, distinta de que se aprecia en El Bogotazo o en las crónicas de El Espectador en abril de 1948.

Es posible que en el futuro el recuerdo del 9 de abril y de la dictadura del general Rojas quede asociado a personajes tan siniestros como el coronel Cuervo Araoz, o a un héroe gris como el capitán Ezequiel Toro, o a la vitalidad profesional de Felipe González Toledo. Pero sin duda alguna, una mujer como doña Tránsito viuda de Toro dominará esa zona crepuscular de la memoria histórica. La existencia de mujeres como ella parece absolver a nuestra historia de todos sus errores y crueldades. Encontrarla en el relato de Alape tiene toda la gratificación de una revelación presentida.
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CAPÍTULO 4 . LA CRUCIFIXIÓN
Eskpe/Libros/El cadáver insepulto Fuente ESKAPE

En ese desquiciante y lento transcurrir de la muerte, Muerte de la Vida a pedazos, con mirada penetrante de fino perro cazador, capté instantáneas fotográficas en la fugacidad de los hechos: a un hombre de sombrero negro con rostro iracundo, señalando con el índice al asesino de Gaitán que arrastraban como si se tratara de un muñeco de trapo; a un zorrero con su gorra y vestido usual como si estuviera cargando el peso de todos los días, furioso lo tiraba de la pierna izquierda; a otro hombre también de sombrero gris claro, rostro quemado por el sol miraba al cielo con mirada extraviada, lo tiraba por la pierna derecha; a su izquierda vi a un grupo de hombres con sombreros negros, grises, cafés, brazos en movimiento, vestidos de paño oscuro, exceptuando uno de gafas con los brazos en ángulo, al unísono iban coreando voces de venganza, como astas furiosas demoledoras de vientos:

―El asesino, el asesino…éste es…el asesino…de Gaitán... ―.Imágenes fotográficas para mis futuras crónicas. Diatriba de odio pleno con dientes furibundos. Vengar la muerte del Jefe era la noticia que se regaba como pólvora negra recién prendida. Iracundos, al señalar al hombre que arrastraban como perro rabioso, era como la invitación al convite de fuerzas para golpearlo, no dejarle espacio libre en su cuerpo en el cual recibiera golpes como clamor de la venganza; ciegos en sus gritos y ademanes, calientes de sangre, energúmenos desaforados, adoloridos. Detrás, siguiendo la paralela de los rieles del tranvía Azul que viajaba hacia Chapinero, la espalda maltrecha del hombre dejaba como señal una larga estela de polvo húmedo sanguinolento. Crecía el tumulto vengativo con la ansiedad que expresa el hombre cuando se desborda por la inercia de la furia.

Por un instante pensé con la rapidez de un apunte periodístico que define todo el conjunto de la noticia: Este hombre terminará sin un hueso bueno en el cuerpo… Tragué a la fuerza saliva espesa. Con el impulso del fumador empedernido, inconsciente, busqué la cajetilla de Pielroja en el bolsillo derecho del saco, pero de inmediato me abstuve, no quería perder tiempo en la encendida de los fósforos. Lo que estaba viendo me parecía una triste ironía en mi trabajo periodístico, como redactor policiaco al escribir sobre los hechos de sangre sucedidos en la capital. Lo pensaba como almendra que se deslíe en la boca: siempre había seguido la pista del asesino que vivo huyendo de la justicia, y minucioso y sistemático para recoger información y así descifrar la personalidad enigmática de éste, incluso por fuera de la investigación oficial de la policía y de los jueces. Y ahora, ante mis ojos como si se hiciera público el secreto de la reserva del sumario, al abrirse una enorme maleta, presenciaba imperturbable la muerte del asesino de Gaitán. Entonces, pensé que debía reconstruir su vida, las razones que lo indujeron a cometer el hecho, desde el instante mismo en que había comenzado a perfilarse el camino tortuoso de lo que sería su terrible agonía. Era un hombre sin escapatoria: su vida ya estaba enjaulada entre las rejas de la muerte.

El asesino de Gaitán, amarrado con corbatas del cuello y de los brazos, había enmudecido en su voz de auxilio para que lo entregaran a la justicia. Lívido, como si el cuerpo de la muerte hubiera devorado su vida, padecía en silencio los extremos del dolor. Con los ojos fijos en el cielo turbio y la proximidad de la lluvia, resistía la golpiza al defenderse con rigidez del cuerpo: rostro convulsionado, hinchándose, deformándose, congelando el calor de la sangre, solidificando los huesos, las manos empuñadas, tragando el llanto como si fuera piedra porosa, escapaba concentrado en su dolor, ubicado en un solo sitio de su cuerpo, dolor que agonizaba sometido a la tortura y la inclemencia y proximidad de su muerte. Era un habitante en el cuerpo de la muerte.

“Nunca, nunca ―escribiría en mis notas posteriores―, un hombre había recibido tantos y tantos golpes en su cuerpo…” Su cabello fue arrancado de raíz, los ojos amortajados por los hematomas, pisoteados los dedos de las manos, las costillas rotas, la columna dislocada en sus anillos, los brazos y las piernas entumecidas, los testículos demolidos. En el instante en que el hombre inerme cesó de resistir la terrible golpiza al dejar la rigidez como salvación, su cuerpo se relajó y la flacidez de sus músculos fue como el anuncio de que el dolor había desaparecido y se había convertido en un simple manojo de carne fofa ya sin vida, carne amasijo de golpes, carne ablandada a martillo, carne molida en molino para moler maíz. Había muerto de intenso dolor, dolor repartido por todo su cuerpo, choque definitivo de corriente eléctrica, electrocutado por el dolor.

Traté de describir el instante supremo que padeció aquel hombre cuando cruzó definitivamente el umbral entre el puente de la Vida y la muerte, en notas que escribí después de sucedidos los acontecimientos. Memoricé el círculo rabioso de aquel instante, dolor―agonía―muerte con la exactitud del viejo reloj suizo Ferrocarril de Antioquia, enchapado en plata que usaba colgado de la pretina del pantalón y guardado celosamente en el bolsillo de la relojera: mientras los exaltados gaitanistas arrastraban el cadáver por la carrera 7ª, pasaban por la Casa del Florero, se detuvieron un poco para tomar respiración frente a la Catedral Primada y luego continuaron hasta llegar a la Plaza de Bolívar como si se tratara de un cortejo fúnebre; la multitud creciente enfurecida hacía una doble fila, no en tono reverencial para recibirlo y darle paso con sentido pésame sino para continuar golpeándolo con toda la saña posible, en una feroz despedida en la que cada quién trataba de acertar el puño o el puntapié; le lanzaron un ladrillo por repetidas veces sobre la cabeza; con el grito agudo y contundente de “Al Capitolio”, sitio de reunión de los delegados a la Novena Conferencia Panamericana, los hombres que arrastraban el cadáver como pelele, avanzaron hacia el Capitolio pero luego al escuchar el sonoro llamado de orden irreductible: “No, a Palacio”, cambiaron la dirección y describieron una clara curva con el cuerpo a rastras; le quitaron saco y camisa; al seguir la ruta hacia el sur en dirección del Palacio de Nariño y pasar junto al Colegio de San Bartolomé, el pantalón estorbaba al hombre que llevaba el cuerpo asido de una pierna y él en un acto iracundo resolvió quitárselo hasta descubrir la pálida desnudez de aquel que cuando estaba vivo y se miraba al espejo, pensaba con plena certeza que su rostro se transformaba por un azar histórico en el rostro del general Francisco de Paula Santander.

Las tres cuadras que faltaban para llegar a las rejas de entrada al Palacio, fueron demolidas por la presencia de un silencio sepulcral contenido entre dientes: los labios sangraban mientras se seguía golpeando al hombre en cámara lenta, pero la mirada de la pequeña multitud enfurecida se dirigía al Palacio, con el impulso del odio acumulado y la fuerza de la venganza histórica a punto de cumplirse. En la proximidad a las puertas de entrada al Palacio, en un acto de enceguecida fuerza los hombres cesaron de golpear el cuerpo inerte; entonces lo levantaron por los brazos y pusieron a caminar la desnudez sanguinolenta de espaldas; lento, aturdido por la muerte caminaba a rastras y en un momento de desbordamiento colectivo lo pusieron a correr reptando como si fuera un imperturbable borracho, sus huellas eran de sangre y de polvo. Entonces, los hombres de la pequeña turba deshicieron los nudos de sus corbatas, se zafaron las correas y entre diez levantaron en vilo la carne maloliente y golpeada de aquel cuerpo y comenzaron a amarrarlo en la puerta de hierro de entrada al Palacio. La crucifixión ya estaba culminando cuando de adentro del Palacio de Nariño se escucharon certeras detonaciones de fusil en el blanco: cayeron tres hombres de la turba gaitanista como pesadas piedras; el cuerpo golpeado del homicida de Gaitán, comenzó a deslizarse como si la espalda hubiera estado aceitada quedó sentado sobre las nalgas, sus manos puestas sobre los testículos, la cabeza recostada sobre el hombro derecho, el rostro desfigurado, absolutamente hinchado, los ojos cerrados como dos pequeñas bolsas llenas de sangre, a punto de reventar.

Como si corriera en dirección contraria a los acontecimientos, el cigarrillo en la boca, la saliva espesa y blanca en los labios, y un paso acelerado de hombre de baja estatura, resolví que todo lo que había visto en el recorrido por la carrera 7ª debía escribirse, con el pálpito de la noticia histórica. No andaba muy lejos del periódico. El centro de Bogotá era apenas un doble cuadro de callejuelas empedradas, que comenzaba en los barrios populares en el oriente y quedaba delimitado por los rieles del tranvía que atravesaban la carrera 7ª. El centro ya estaba completamente convulsionado por la noticia del asesinato de Gaitán, noticia difundida por las emisoras tomadas por jefes de izquierda y gaitanistas, que querían con su verbo incendiario penetrar con un haz de luz y de ciegos impulsos en la conciencia dormida de quienes a esa hora, la hora del almuerzo, dormían la siesta escuchando la radio. Yo corría, subiendo por la calle 11, buscaba cruzar hacia la carrera 4ª para dirigirme al norte en busca de las oficinas del periódico. Me daba la impresión como si la ciudad se hubiese vaciado de una vez por todos por los cuatros costados y sus seiscientos mil habitantes, desde los sitios más equidistantes, se hubieran puesto de acuerdo, impulsados por el resorte de la suprema emoción para llegar al centro de la ciudad, sin respiración, acezando y comenzando a actuar con la mirada de la locura. Desbordamiento con el corazón en la mano y el precio del arrojo escondido en la piel a punto de salir a flote como viento envolvente, para sacarse el clavo caliente de los demonios enclaustrados en seres oxidados de por vida.

Corría por la carrera 4ª, quería abrigarme bajo el calor de la gabardina color café con leche y casi me dejo llevar por el impulso de subir por la calle 12 y así encontrarme con el llanto granizo sembrado en aquella multitud que había cubierto la entrada a la vieja casona donde funcionaba la Clínica Central en la calle 12 y esperaba compungida y ansiosa como deseo posible, que dieran la gran noticia de que Gaitán no había muerto. Reprimí los impulsos porque también andaba perseguido por el pálpito de la escritura y debía llegar pronto a la redacción del periódico. De camino, eludí a cientos de rostros ensombrecidos de hombres y mujeres que deambulaban como hipnotizados por la carrera 4ª, chocando entre sí, ciegos de orientación, con la brutal desesperanza dibujada en el rictus de los labios y en la lejanía de sus miradas. Tumultos furiosos bajaban por las antiguas calles de La Candelaria, atraídos por el desvarío colectivo; la ciudad se disparaba con el desequilibrio de los sentimientos, en una extraña y desconocida dimensión. Redoblé el paso y sentí alivio en mi cabeza cuando subí por la Avenida Jiménez y me encontré de pronto con la entrada a las escaleras del edificio Monserrate, de tres saltos llegué a la redacción del periódico y como un maniático del trabajo, de una sola sentada, fumando cigarrillo tras cigarrillo, sin quitarme el sombrero, aceleré el pulso de los cuatro dedos de cada mano y tecleé a la velocidad de diestro mecanógrafo en mi vieja máquina de escribir, hasta terminar el original impecable de mi primera crónica sobre los acontecimientos del 9 de abril en Bogotá, en la cual narraba la muerte del asesino de Gaitán demolido físicamente a golpes.
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CAPÍTULO 6, EL CADÁVER ILUSTRE
Eskpe/Libros/El cadáver insepulto Fuente ESKAPE
Dejé el original sobre la máquina de escribir, con notas a pie de página que explicaba la importancia de mi hallazgo periodístico. Luego, saldría orientado por un instinto inquisidor, al encuentro de los hilos de las casualidades, que por cierto se habían convertido para mí en una especie de imán en la diaria profesión de redactor de la crónica policíaca. Siempre me encontraba de frente a las casualidades, que resultaban abriéndome las puertas de posibles desenlaces inesperados en las historias que estaba escribiendo. Entonces, para el equilibrio emocional sacaba a relucir de mi interioridad, la sonrisa de la buena suerte y le daba una intensa fumada al cigarrillo y como jugando, intentaba hacer ocho círculos de humo que impulsaba paulatinamente con los labios. Pensé en las casualidades, porque el instinto me guiaba hacia la Clínica Central para saber cómo desentrañar el silencio tejido alrededor de la noticia sobre la muerte de Gaitán. En la redacción del periódico todo era una suma de confusiones: los médicos enclaustrados en un silencio sospechoso; los dirigentes liberales que a esa hora, tres y media de la tarde, encabezados por Darío Echandía, no querían abrir la boca, parecían en su mente convulsionada por la delicada situación, atragantados en su digestión por los acostumbrados silencios de los políticos. Cuando corría hacia la Clínica Central, en la mitad de la carrera 4ª con calle 12, me encontré con Ignacio Cadena, secretario del Juzgado Permanente de la calle 12, quien me dijo al oído como secreto profesional:

―Voy en función del levantamiento del cadáver del homicida…

Pensé para mis adentros: parece que estoy ligado definitivamente con la imagen de la muerte del asesino. Relación que no me hizo feliz, pero sabía por experiencia que debía por responsabilidad profesional seguir las pistas de aquel hombre muerto a golpes. Pregunté, al secretario del Permanente Doce dónde estaba localizado el cadáver del homicida y él simplemente contestó, con el afán que lo perseguía para terminar la diligencia:

―Ya lo tenemos localizado… y no se perderá a pesar de los disturbios alrededor del Palacio de Nariño ―lo dijo con el tono distante que asumen, en cualquier circunstancia en sus respuestas, los funcionarios públicos.

El secretario del Permanente Doce, acompañado por un detective de nombre Isaac, un dactiloscopista y yo, formábamos el grupo para realizar la diligencia del levantamiento del cadáver que estaba tirado y abandonado sobre la calle 7ª, cerca del Palacio de Nariño. De camino vimos sobre la 5ª con calle 10 que ya estaba ardiendo el Palacio de San Carlos, recientemente reconstruido y dotado para la Conferencia Panamericana, que sesionaba por estos días, en la capital de la República. Las instalaciones del edificio estaban en poder de la furia del pueblo: por las ventanas botaban archivos y muebles de la Cancillería, como si se tratara de una feria de pueblo con rebaja de precios; sobre la calle 10 comenzaban a emerger serpientes de fuego que, envolventes en sus anillos de candela, amenazaban con incendiar las edificaciones vecinas. Crecía la fiesta de las hogueras en pleno centro histórico de la ciudad, como si se tratara de un perverso juego de niños.

Seguí grabando en mi memoria imágenes definitivas, que siempre conservé con letra menuda escritas en mi libreta de apuntes, como fugacidad representativa de los funestos y dramáticos acontecimientos que desencadenó en Bogotá el asesinato de Gaitán. Eran instantes en que lo previsible dejaba de existir por el encanto de la emoción desaforada y lo imprevisible aparecía como un sueño de ojos bien abiertos al mundo. Vi obsesionado cómo desde un balcón de la Cancillería botaron como al azar un cojín de cuero azul, muy lujoso, y un muchacho de unos quince años lo recogió y se abrazó al cojín con cierto regocijo como si se tratara de un juguete amado y por impulso decidió que debía llevárselo para su casa. Una mujer del pueblo, posiblemente habitante de los barrios de Egipto y la Concordia, se le atravesó en el camino al muchacho, le arrebató el cojín y gritó con voz altisonante:

―Aquí no vinimos a robar ―la mujer, navegante de su furia, le hizo con un cuchillo una cruz al cojín y lo lanzó a la hoguera que crecía y se multiplicaba con archivos, papeles y lujosas cortinas de las ventanas de la Cancillería.

Cuando llegamos al sitio de la diligencia del levantamiento del cadáver, lo encontramos tendido y solitario en aquella soledad que brota del desprecio humano, que marca al hombre con un escupitajo en la frente como señal de ceniza; el cadáver no estaba deshecho por la despiadada golpiza que había recibido, pero no tenía un hueso bueno; conservaba un jirón de calzoncillos por toda ropa; dos corbatas anudadas al cuello con nudos iguales, quizá un truco para cambiar de apariencia en un momento dado, después de disparar contra el Líder, pensé con mi espíritu de insaciable pesquisa; llevaba en la mano izquierda un anillo de metal blanco, con una calavera en medio de una herradura:

―Símbolo de buena suerte, acompañado por la imagen de la muerte ―murmuró el secretario del Juzgado Permanente; acentué el comentario con un leve movimiento de la cabeza, mientras pensativo observaba el cadáver, prendía otro cigarrillo; el secretario del Juzgado Permanente con esfuerzo le quitó el anillo del dedo ya hinchado por tanto golpe recibido, y con paciencia inaudita lo envolvió cuidadosamente en un pañuelo y lo metió al bolsillo trasero del pantalón. El dactiloscopista, hombre avezado en el oficio dispuso de tiempo suficiente para tomarle las huellas digitales: parecía estar volteando chorizos desflorados calientes al fuego lento de carbones de madera, pues cogía dedo por dedo y lo embadurnaba con tinta y luego lo apretaba contra el cartón blanco. Al final, muy silencioso, parecía satisfecho por su labor al terminar de examinar huella por huella a través de una lupa, con sus gruesos lentes de cegatón irredento. Al finalizar la diligencia, el secretario dijo como si murmurara una buena noticia, cuando por inercia en la vida de un hombre cae la noche:

―Vamos ―. Los cuatro hombres nos miramos con un dejo de cansancio, intercambiamos rumbos. Con el pasar de los días y años, escribiría diversas crónicas sobre el cadáver de las dos corbatas. En mis crónicas hacía preguntas de reportero policíaco.

Después del levantamiento del cadáver, comenzó el tiroteo por toda la ciudad: se disparaba desde ventanas, puertas, techos, azoteas contra un blanco quieto o móvil o contra figuras difusas en movimiento creadas por el desvarío colectivo. La muerte andaba suelta en busca de cuerpos ajenos.

Al terminar el último párrafo de la segunda crónica en que narro el levantamiento del cuerpo del asesino de Gaitán y dejar la cuartilla prensada en el rodillo de mi vieja máquina de escribir Remington, acelerado pienso que debo dirigirme hacia la Clínica Central. Con el cigarrillo recién prendido en los labios, me levanto de la silla y ciego obedezco a mis pulsaciones periodísticas. Soy buscador compulsivo de la noticia. Por lo tanto, para tranquilidad de mi conciencia y así culminar mi visión de los acontecimientos, debo establecer lo sucedido con la víctima.

A la redacción del periódico había llegado la noticia oficial de la muerte de Gaitán, anunciada por el doctor Yezid Treber Orozco a las cuatro de la tarde desde una tarima colocada frente a la puerta de la Clínica Central, por orden del jefe del liberalismo, Darío Echandía, ante una multitud expectante que de inmediato prorrumpió en un desconsolado llanto colectivo. También anunció el galeno, con la frialdad característica de su profesión, que el cadáver del caudillo había sido sacado por la puerta de atrás de la Clínica Central para velarlo en un sitio acordado por la Dirección Liberal. Evidente ardid de los dirigentes liberales para evitar que la multitud se apoderara del cuerpo y lo paseara como protesta por todos los confines de la ciudad. La calle 12, entrada a la Clínica Central, estaba abarrotada por miles de personas al borde del desespero y la anarquía por falta de una voz que orientara sus actos; muchos agentes de la policía con un trapo rojo en la cabeza andaban mezclados entre la población, haciendo alarde de su gaitanismo, sincero o hipócrita, actitud que al menos les garantizaba la vida. En la Casa Episcopal frente a la Clínica Central crecía el incendio, las llamas estaban a punto de devorar la antigua edificación.

Pero, Gaitán había dejado de existir faltando cinco minutos para las dos de la tarde. Los últimos minutos de vida del Jefe sacrificado fueron medidos con absoluta exactitud en el reloj del médico y escritor Alfonso Bonilla Naar: Una y cuarenta y cinco (1:45): ruidos cardíacos. Se queja. Intermitencias del pulso, respiración superficial, se aplica una ampolla de Digalemo. Una y cincuenta (1:50): bradicardia intensa (sesenta al minuto) se aplica analéptico, y se ordenan 250 c.c. de plasma. Diez y seis respiraciones (16) Una y cincuenta y cinco (1:55): fuerte dilatación pupilar sin reacción a la luz. Respiración muy superficial. Se aplica adrenalina, intracardíaca y respiración artificial. Dejó de latir el corazón.

Regreso a las cinco y media de la tarde a la Clínica Central, eludiendo a cientos de manifestantes que vienen y corren enloquecidos por la carrera 5ª, tambaleantes por el alcohol y con las espaldas crecidas por los bultos de mercancías robadas en los saqueos; llego a la puerta de la Clínica Central con la certeza de que voy a encontrar noticias sobre el cadáver de Gaitán. No tengo problemas para la entrada, pues soy conocido en los medios políticos por mis crónicas policíacas. Mi olfato me conduce a una de las alcobas de la Clínica, en el piso bajo, en la cual se halla el cadáver del Líder, tendido sobre una cama metálica: El rostro con una ligera mueca de dolor, no de amargura sino quizá de desamparo, pálido y demacrado; la cabeza envuelta en gasa; idéntico a sí mismo. Gaitán: imponente en sus rasgos aindiados, pareciera dormido como soñando frente a una inmensa multitud y estuviera meditando la continuidad indomable de su verbo encendido. Los súbitos y aviesos disparos que le cegaron la vida no lograron deformar ninguno de sus rasgos característicos; por el contrario, quedaron intactos como tallados en piedra en la plenitud de la vida. Esa imagen tan familiar en la política colombiana, popular en millones de afiches, corresponde exactamente a la del hombre que yace ahí, mudo e impotente. “La muerte dueña de todos los dominios del hombre, de la vida, respiración y pasos, ha sellado sus labios para siempre”, escribo en mis notas. “La orfandad y soledad de sus seguidores serán pan de cada día puesto sobre la mesa, como presencia de la más terrible de las frustraciones…”

Nunca me había sentido tan sobrecogido y golpeado en mis ánimos, al salir de aquel pequeño cuarto y buscar con ansiedad ciega el patio de la Clínica Central para sobrevivir a mi angustia, prendiendo un cigarrillo y aspirándolo con tanta lentitud como si se tratara de un agobiante viaje de regreso en un tren de carga. Para mi sorpresa, en un rincón del patio me encuentro con mi pariente Antonio Izquierdo Toledo, gaitanista, ex gobernador de Cundinamarca, apagado en su tristeza, manojo humano deshecho. Lo abrazo y le susurro palabras de condolencia, el hombre desconoció mi presencia y mis palabras, me alejó de sus brazos y volvió a la quietud hierática, sin soltar sonido alguno. El hombre, cuando había escuchado la noticia definitiva de la muerte de Gaitán, por el impacto psicológico le dio un ataque de risa nerviosa que lo agitaba levantando los brazos, la risa fue creciendo en carcajadas increíbles como azotando las paredes, se reía a punto de reventar el estómago sostenido por las manos, se reía en medio de semejante calamidad. Entonces, para disimular se escondió entre su sombra en un rincón del patio y cuando lo encontré, la risa se había convertido en un manojo de tristeza.

Cuando me dirigía hacia la puerta de salida a la calle, el azar maravilloso del oficio periodístico apareció al escuchar la voz de Julio Ortíz Márquez, quien me llamaba a gritos:

―Felipe, te necesitamos. Eres un hombre providencial ―. Julio Ortíz Márquez había sido el hombre de confianza de Gaitán en las elecciones del año 46, amigo íntimo del Jefe asesinado. Al oído me dijo:

―Ven para que sirvas de testigo y mecanógrafo en la autopsia de Jorge Eliécer.

El cadáver de Gaitán se encontraba extendido sobre la mesa de operaciones a la seis y dos minutos de la tarde rodeado por los doctores Pedro Eliseo Cruz, Yezid Trebert Orozco, Luis Forero Nougués, Ángel Alberto Romero, Raúl Bernet Córdova, Agustín Arango Sanín, Carlos M Chaparro, Nicolás Collazos Rodríguez, Teófilo Corredor y Alfonso Bonilla Naar, vestidos de blusas blancas y con sus manos forradas en guantes de cirugía, sus miradas tensas pero tranquilas, un profundo silencio los había atrapado en aquel lúgubre cuarto sin posible escapatoria de la tarea profesional a ejecutar. Y ellos estaban acompañados por Julio Ortíz Márquez, Julio Enrique Santos Forero, Luis Eduardo Castillo y por quien esto escribe, testigos infortunados por las circunstancias, que nos colocaba ante una disyuntiva histórica a cumplir. Se desnuda el cadáver y descubriéndose el cuerpo de un hombre de musculatura fuerte, con su corazón intacto sin señales aviesas de ningún infarto. Se aplica con destreza el bisturí sobre el abdomen produciéndose sobre la carne una profunda incisión; se cortan las costillas que forman el arco del tórax; la cuchilla va separando las vísceras que se depositan sobre un charol de electro―plata; se examinan minuciosamente las vísceras para buscar las huellas que delataran el paso de un proyectil y así encontrar las causas de la muerte. Se escucha la voz pausada, fría y calculada del doctor Romero, quien va dictando la relación al doctor José Ignacio Cadena, funcionario del órgano judicial, para los efectos de la futura investigación, y yo voy escribiendo con ocho dedos temblorosos en una vieja máquina parecida a la mía en la redacción del periódico; nervioso porque no puedo fumar y aspirar un cigarrillo, concentrado escucho la macabra relación y poseído por las circunstancias, sigo el ritmo de la escritura para producir un texto impecable sin tachaduras, como acostumbro siempre cuando termino de escribir mis crónicas.

Los ojos expectantes y curiosos de mujeres y niños miran el proceso de la autopsia. Los niños impávidos, recuestan rostros y brazos sobre el poyo de los postigos y en los vidrios de las ventanas para no perder detalle de las maniobras de los médicos que, diestros, siguen la indagación de las huellas de la muerte con el bisturí sobre el cuerpo del caudillo, como si se tratara de una tarea escolar. Ellos, en su afán curioso rompen con piedras los vidrios de las ventanas, apresan como mariposa por un instante el silencio sepulcral que habita aquel recinto y cándidamente piden a grandes voces que les den cabellos de Gaitán. Los médicos, con paciencia inaudita arrancan cabellos del Jefe y como hilos negros los van entregando a los niños, para evitar el desbordamiento de los curiosos en este instante de tanta trascendencia.

Mordiéndome los labios resecos, escribo: “El hígado es depositado sobre una mesa, tiene una herida de dos centímetros en el borde anterior del lóbulo derecho; la herida está a la altura del lecho vesicular, y lo ha perforado en toda su extensión, en un canal accesible a un dedo”. El proyectil recorrió su designio fatal de atrás hacia delante y se detuvo en la estructura ósea del pecho, viéndose obligado a replegar su plomo en dirección casi vertical, para luego detenerse entre los intestinos y las últimas vértebras, a seis y medio centímetros de la columna vertebral, en el hemisferio derecho, noveno espacio intercostal de la espalda. El otro proyectil, de los dos que entraron por la espalda, no fue posible localizarlo, aunque se logró establecer su paso a través de un largo trayecto que cogió el tórax izquierdo, perdiéndose por la columna vertebral.

El reloj marcaba las ocho y media de la noche. Los médicos, después de descansar un poco, comenzaron la preparación del instrumental necesario para realizar la trepanación, especie de ceremonia con sonidos intermitentes de finos golpes de metal. La luz de las espermas se fue consumiendo paso a paso, como si alguien a propósito estuviera soplando las llamas para que huyeran del recinto: los rostros de los médicos sobresalen en la diversidad cromática de tierras y naranjas rojizos y los trazos fuertes demarcados por los claroscuros; el perfil de mi rostro ovalado, se dibujaba a grandes rasgos con acentuaciones en los ojos oblicuos y el negro del bigote acicalado como actor de cine mexicano, relamiéndome los labios por la falta de un cigarrillo; en su conjunto, médicos, funcionarios de la justicia y testigos, parecíamos figuras quietas, inermes con la mirada absorta en las honduras del cadáver, abierto ya sin entrañas, vacío en su costillaje porque los órganos vitales estaban disgregados sobre la mesa de operaciones y guardados en recipientes con alcohol. La luz de las espermas, muriéndose en los pabilos abandona lentamente el recinto. Se volvió un impositivo salir a la calle para conseguirlas: Un hombre dijo me ofrezco como voluntario, salió a la calle adyacente a la Clínica Central desprovisto de cualquier presagio fatal, pero un machetazo que lo acechaba lo dejó sin vida. Tres hombres salieron y con suerte volvieron con sus vidas y la luz en las manos.

Después de dejar las tinieblas, el doctor Romero desliza de nuevo el bisturí sobre el cuero cabelludo del Jefe, y yo escribo menos tenso, pues siento que estoy metido en lo mío cuando escudriño la esencia del ser humano: practica una cortada regularmente profunda de uno a otro pabellón de ambas orejas, comprime el cuero cabelludo y este se repliega doblado sobre el rostro y el otro se pliega sobre la nuca, el cráneo queda descubierto facilitándose la maniobra de la trepanación. Sobre la mesa hay dos sierras afiladas. Se quería localizar el proyectil que había penetrado por el occipital y había dejado una herida de diecisiete por quince milímetros de circunferencia con esquirlas sueltas y un fragmento de proyectil. Se escucha la respiración de los médicos, aparece el sudor aperlado en los rostros: Se procede a destapar la caja superior para no ir a afectar la disposición natural de las circunvalaciones. Una larga hora en que el tiempo no muestra su rostro y la espera agazapada parece flotar en el aire. Levantado el casquete craneano en circunferencia por las regiones frontal, parietal y occipital, se separa el cerebro de la base del cráneo y se deposita en un recipiente con alcohol y se encuentra una perforación en el hemisferio izquierdo de su parte intermedia interna, de una profundidad de cinco centímetros y en su interior se localiza un proyectil de arma de fuego; un proyectil achatado y deforme, que produjo el impacto fatal. Concluida la operación, se dispuso la preparación del cadáver a base de formol y otras sustancias balsámicas, finalmente se venda el cráneo y se envuelve el cuerpo de Gaitán en lienzos, y se amortaja con una sábana blanca de lino impecable. Sobre la mesa se ve un largo cuerpo extendido horizontalmente, se abren las puertas y se encienden algunos cirios que no se sabe de dónde aparecieron. El tiempo en un viejo reloj queda detenido en las diez y media de la noche. El doctor Trebert Orozco guardaría en sus bolsillos durante varios meses, dos proyectiles que se encontraron en el cadáver, uno de la herida en el cráneo y otro dentro de las vísceras; el tercer proyectil se buscó insistentemente y no fue posible hallarlo. El doctor Luis G. Forero Nougues tuvo en su poder por varios días, el corazón y el cerebro de Gaitán. A media noche, en la redacción del periódico, para calmar el impulso de la curiosidad periodística, subimos en compañía de Guillermo Cano, director de El Espectador y Darío Bautista, por las escaleras de cemento al noveno piso, y en la azotea del Edificio Monserrate, los tres hacemos un inventario de los incendios: La ciudad era una inmensa hoguera en la noche.
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ENTREVISTA CON ARTURO ALAPE AUTOR DE “EL CADAVER INSEPULTO”
Por Manuel Tiberio Bermúdez
http://www.redyaccion.com/comentariosnovelaAlape.htm Septiembre 2.005
http://www.redyaccion.com/fotos/alape01.jpg Arturo Alape Foto: Manuel Tiberio Bermúdez
El paso del tiempo ha ido borrando del colectivo nacional el nombre de Carlos Ruiz. Muchas personas, estoy seguro, no sabrían decir a que ser humano nombra este nombre.

En cambio si decimos Arturo Alape, inmediatamente reconocemos a uno de los escritores de más trayectoria en nuestra patria.

Escritor, investigador, periodista y pintor, Alape es una de las plumas mas reconocidas en Colombia, por su compromiso con la literatura y especial con la vida. Sus libros son la huella hecha tinta que ha ido dejando a lo largo de su prolífica vida literaria

Diario de un guerrillero (1970)
Las muertes de Tirofijo (1972)
Guadalupe años sin cuenta (coautor, 1976)
Un día de septiembre (1977)
El cadáver de los hombres invisibles (1979)
El bogotazo: memorias del olvido (1983)
Noche de pájaros (1984)
La paz, la violencia: testigo de excepción (1985)
Las vidas de Pedro Antonio Marín, Manuel Marulanda Vélez, Tirofijo (1989)
Valoración múltiple sobre Tomás Carrasquilla (1990)
Julieta, el sueño de las mariposas (1994)
Tirofijo: los sueños y las montañas (1994)
Ciudad Bolívar: la hoguera de las ilusiones (1995)
Valoración múltiple sobre León de Greiff (1995)
Río de inmensas voces y otras voces (1997)
Mirando al final del alba (1998)
Sangre ajena (Novela, 2000)

Su más reciente libro “El cadáver insepulto” camina desde hace pocas semanas por entre las manos de quienes ha seguido su trayectoria como narrador. Con Arturo, quien ha sido uno de los escritores que mas presencia ha tenido en El Encuentro Nacional e Internacional de Escritores por la paz de Colombia que cada dos años se realiza en Caicedonia, Valle del Cauca, tuvimos el siguiente dialogo que a continuación reproducimos y que además complementamos con algunos comentarios sobre su nuevo trabajo.

¿A que mundo se va a asomar quien se anime a arrimarse a "El cadáver insepulto"?
“Al mundo de la ausencia cuando se desaparece al ser amado. Búsqueda insaciable tras las huellas del otro en la niebla envolvente de la impunidad”.

¿Cuanto tiempo le llevó terminar el libro?
“La comencé en el 2000 en la ciudad de Hamburgo durante mi segundo exilio y la terminé en la finca del amigo y escritor Jairo Mercado, recientemente fallecido”.

¿En qué genero lo cataloga?
“Novela histórica con una estructura narrativa policíaca”

¿Cómo ha recibido la crítica y el publico este nuevo trabajo?
“Formidable recibimiento por parte de los medios de comunicación y un grupo lectores la están leyendo y en algunas universidades la pusieron de texto”.

No puedo desaprovechar la ocasión para preguntarle por las nuevas generaciones de escritores. ¿A quien ves descollando en el ambiente literario?
“Los nuevos escritores, no pueden negarlo, hacen parte de la propia historia literaria del país: están en la búsqueda de su propia voz literaria”.

¿Qué tema le gustaría abordar y porque no lo ha hecho?
“Los nuevos temas por abordar están en la memoria: los tengo alineados para escribirlos según los pálpitos de la vida”.

¿Qué caminos anda hoy el ser humano que es Arturo Alape?
Comencé la nueva novela, tengo planeado una exposición de mis pinturas el año próximo, cada comienzo de la noche abrazo a mi hija Paloma y todos los días pienso en alargar los pasos de la vida”.
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Comentarios sobre la novela El cadáver insepulto de Arturo Alape
Texto de Laura Restrepo
Esta ciudad nuestra cae de tanto en tanto en agujeros negros –como el 9 de Abril o la toma del Palacio de Justicia—que le calcina el corazón y que arrasan con la memoria colectiva de sus habitantes. El Cadáver Insepulto repite el milagro que Alape sabe hacer: a través de la palabra y de la reconstrucción de los hechos, nos devuelve la razón de ser.
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Texto de Germán Pinzón
Con la palabra insepulto Arturo Alape condensa su nueva, y como siempre, irrefutable reconstrucción histórica, en una metáfora triple: La primera desepulta un crimen al que por todos los medios se le quiso echar tierra. La segunda conduce ese hecho, gracias al hilo de una heroica Ariadna, por el infinito dédalo de nuestras investigaciones exhaustivas, nada menos que al presente. Tiempo metafórico para repetir nuestra mímica fatal de enterrar viva a la historia.
Por todo esto, El cadáver insepulto es también una novela. Y por el peculiar ímpetu lírico de Alape. Por lo todo lo otro, e históricamente, Baudrillard no dudaría en cobijarla con uno de los títulos más diáfanos: El crimen perfecto. El asesino de la realidad. O sea, de la verdad. Un libro que no puede faltar en el catálogo de lo estremecedor. Y lo vergonzoso que después de los siglos parecería imponérsenos como identidad nacional.
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Texto de Javier Darío Restrepo
La mirada lúcida del novelista. A propósito de El cadáver Insepulto, de Arturo Alape.
( Aquí se publicó arriba)
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Texto del poeta Rogelio Echavarría
Amigo Arturo Alape: Yo te llamaría historiador aficcionado (no es un error de ortografía) porque tu obra literaria imbrica con maestría la ficción y la historia, sin desmedro de ninguna. En El Cadáver Insepulto, título que no sólo se refiere a una víctima señalada sino a una aciaga y vergonzosa etapa de la vida colombiana (lo de vida es irónico tratándose de expediente de muerte), inventas una certera crónica aprovechando el caso real de una valientísima dama (a quien llamar heroína no sería exageración) que se dedicó a investigar el asesinato de su esposo y a buscar su cadáver hasta poderle dar condigna sepultura, denunciando al mismo tiempo, con su conclusión a los victimarios. No creo que traicione nuestra confidencialidad al advertir que te basaste en el gran reportaje que Felipe González Toledo le hizo a la viuda del capitán Tito Orozco en el semanario Sucesos que él y yo fundamos y dirigimos en la oscura etapa en que la prensa fue amordazada para que no diera a conocer las diarias noticias de la imposición de un partido minoritario por medio de la más azarosa violencia. Tu obra es una verdadera y meritoria creación propia e independiente, que confirma y saca avente tu inspirada vocación de resucitador de muertos
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Texto de Álvaro Castillo
El capitán de la policía Ezequiel Toro avanza en medio de la multitud de la Manifestación del Silencio el 7 de febrero de 1948, en Bogotá. Es testigo del pueblo que camina organizado para protestar contra la violencia que empieza a invadir el país. El mismo capitán se ve enfrentado al terrible dilema de disparar o no contra ese pueblo cuando el 9 de abril es asesinado Jorge Eliécer Gaitán. Estos dos hechos cambiarán su vida para siempre. Cinco años después es arrestado por las fuerzas del estado y desde entonces su rastro se pierde. Un periodista, cronista judicial, Felipe González Toledo es testigo de los mismos acontecimientos. Se encuentra en medio de las páginas de un periódico con un aviso que le llama la atención: Tránsito Ruiz de Toro, la esposa del capitán, está buscando a su esposo. El cronista es el primero en contar la historia de esta desaparición. A partir de este momento el capitán Toro vuelve a existir. De la multitud de cadáveres de "El Bogotazo Memorias del olvido" pasamos al "Cadáver insepulto" de un solo hombre. El único rastro que no puede borrarse es la memoria que compartimos y nos une. En tanto esta memoria exista seguimos siendo. La nueva novela de Arturo Alape atrapa y seduce al lector y lo hace cómplice de los recuerdos que habitan a sus personajes. El poeta irlandés William Butler Yeats habló alguna vez de la "gran memoria". La que recorre esta novela es la de todos nosotros. El hombre avanza en medio de una multitud y nos mira a los ojos para después desaparecer en las tinieblas del horror. Si el destino de todos es el morir merecemos hacerlo en medio de los nuestros. Si no es posible que algunos tengan una tumba en la tierra por lo menos merecen una en el viento para ser libres, "en esta vida y en la otra vida". Detrás de cada hombre hay una novela, una historia que merece y necesita ser contada. Esa maestra que busca a su esposo es todas las mujeres que buscan a aquellos que se han perdido. Lo importante es no dejar que todo caiga y se desvanezca en el olvido. Cuando esto sucede realmente estamos muertos.
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Texto de Herbert Tico Braun
En mi libro Mataron a Gaitán aparece citado en una página el capitán Tito Orozco, defensor de la Quinta División de Policía el 9 de abril. En este libro de Arturo Alape aparece toda la vida de Tito Orozco, y su heroica esposa, y la vida de esa triste Bogotá de los años cincuenta bajo la represión del régimen conservador. Esta es una admirable historia novelada que poco tiene de ficción.
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Texto de Marcela Ferrari *
Hola Arturo, cómo estás?
Hace unos minutos terminé de leer tu novela. Me gustó mucho. La primera parte me ubicó, la segunda me pareció lenta pero central para el cruce de los personajes y las historias, la tercera me envolvió y la última página me conmovió. La devoré sin haber leído previamente " El Bogotazo..." para no condicionar la lectura.
Qué decirte? no sé cuánto hay de ficción en este policial trágico de los comienzos (?) de la violencia en tu país, de lo que tampoco conozco demasiado.
No puedo evitar pensar en lo mucho que nuestros países tienen en común y en cómo presentas a los desaparecidos de distinto modo en la reconstrucción de los distintos intérpretes/personajes: víctima para los familiares, golpista para los responsables, una baja más para los ejecutores materiales, un objeto de interés para el periodista. Sólo al final aparece el costado militante.
La reconstrucción de la memoria colectiva en nuestro país con respecto a los desaparecidos de la última dictadura, o las intenciones de reconstrucción de la memoria oficial, atravesaron etapas similares: subversivos para los dictadores; víctimas para las familias y para la sociedad durante el juicio a las juntas abierto con la recuperación democrática. Sólo dos décadas después, en forma paralela, nuestra sociedad estuvo en condiciones de rescatar a los militantes y esa faz de luchadores es aquella de la que se apropian los miembros de los movimientos de piqueteros de nuestros días. Aún para quienes condenamos esa etapa feroz, como en tu libro, resulta justo y sencillo condenar los sucesos represivos, la ferocidad, lo inhumano, lo inexplicable. Pero o se ve muy rápidamente o permanecen opacos las múltiples posiciones que ocupan y el sinnúmero de ideas, valores, acciones, sensaciones, sentimientos que confluyen en una persona. Eso está muy logrado en tu Ezequiel: oficial de policía formado en la fuerza, con conciencia popular, sospechado por los gaitanistas, buen marido y padre, comprometido con sus subalternos, luchador, combatiente contra la dictadura, derrotado, deprimido, disminuido, suplicante, cadáver y metáfora de una sociedad.
Lástima que tras esa noche del Bogotazo siguieran noches tan largas... Gracias por hacerme "cómplice" de tu última empresa. Un abrazo y hasta pronto.
* http://www.fahce.unlp.edu.ar/mundoagrario/nro9/FerrariCV.htm
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Texto prensa
El Cadáver Insepulto, novela de Arturo Alape, antídoto para no olvidar la memoria histórica perdida.
Novela pos-Bogotazo. El Cadáver Insepulto es la metáfora de un país cercado por el miedo, la censura de prensa, la tortura y el asesinato. En 1953, doña Tránsito Ruiz de Toro, madre de cinco hijos, maestra de primaria, solitaria, comienza su dramático viaje durante cinco años por el territorio nacional para indagar, recoger extrajuicio pruebas y testimonios de quienes participaron en la desaparición y fusilamiento de su esposo, el capitán de policía Ezequiel Toro.
Felipe González Toledo, cronista judicial de los años cuarenta se transforma inevitablemente, por los acontecimientos políticos ocurridos después del 9 de abril de 1948, en cronista policiaco- político al denunciar éste y otros crímenes cometidos por los regímenes de la época que dejaron huellas imborrables en la memoria colectiva.
Admirable reconstrucción del hecho histórico en exhaustiva investigación, contada través de una impecable estructura narrativa y un preciso lenguaje. Policial trágico de los comienzos de la violencia en el país; tensa escritura sobre la dura ausencia convertida por los avatares de la vida en constante presencia; Bogotá, ciudad asfixiada por la confluencia de temores y miedos entrelazados; conflicto existencial de la orden militar como escalera fúnebre y camino hacia la muerte.
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*** "LA VERDAD ESTÁ QUEBRADA"
Entrevista a Arturo Alape. ¿Qué representa el cadáver insepulto?
Revista Cambio http://www.cambio.com.co/html/cultura/articulos/4088/
Foto: Arturo Alape, historiador y escritor
http://www.cambio.com.co/html/cultura/articulos/4088/CULTURAALAPE.jpg
Más de 20 años después de publicado El Bogotazo, el documento más completo que se haya hecho sobre el 9 de abril de 1948 y las semanas siguientes, Arturo Alape vuelve novela la voz de cientos de personas anónimas que querían dejar consignadas sus historias. Felipe González Toledo, cronista judicial que vivió y documentó los hechos, es el narrador de la novela El cadáver insepulto, la historia de una mujer que busca el cuerpo no sepultado de su marido, un policía desaparecido. Alape conmueve por la actualidad de sus palabras. CAMBIO habló con él.
CAMBIO. ¿Qué significó para usted ese 9 de abril de 1948?
ARTURO ALAPE.
Cuando escribí El Bogotazo quería reflexionar sobre qué significó ese acontecimiento en mi niñez. Ese día marcó una huella fundamental, marcó la imagen de un hombre montado en bicicleta que, con la espalda ensangrentada se desmaya luego de media hora de andar así. Es una imagen definitiva porque esta es una sociedad donde cada quien tiene un tiro en la espalda, tanto en lo individual como en lo colectivo.
¿Qué representa el cadáver insepulto?
Por un lado, la imagen de La Violencia de Obregón, que para mí es un cuerpo que no ha tenido sepultura, que se parece a una inmensa montaña. Por el otro, con los documentos de la autopsia de Gaitán en la mano, me di cuenta de que, al final, los que participaron en ella se llevaron el cerebro, el corazón, los proyectiles... Siempre me dio la impresión de que ese cadáver nunca fue enterrado. Y además, en la escritura misma encontré una analogía en el desplazamiento de las hormigas ciegas de La Vorágine que van detrás de la primera que lidera la marcha: en el momento en que ésta se desvía, empieza el círculo de la muerte, empiezan a pisarse entre ellas y queda un inmenso cadáver, que es el símil que hago con este país. El cadáver no se ha sepultado, como memoria, como hecho geográfico.
¿Quién era la mujer que le sirvió de eje a la novela?
González Toledo me dijo que tenía que escribir la historia de esa mujer, y cuando lo hice me di cuenta de que su experiencia personal y cotidiana era la historia de este país. Era una mujer mayor, venía de San Gil a estudiar para maestra, pero se enamora de un policía raso. Lo que más recuerdo de ella es la mirada.
¿Por qué?
Era como la mirada de la memoria.
Vi a través suyo algo que admiro en el ser humano: la búsqueda de la verdad. Cuando a su marido lo ponen preso, ella decide que tiene que buscar la verdad en todas sus facetas. Inicia el viaje de la ausencia forzada. Como se llevan a su amor a la fuerza, empieza a reconocerlo en los recuerdos, en los vacíos de la ausencia. Luego se pregunta dónde está, y después, cuando tiene la certeza de su fusilamiento, quiere saber cuáles fueron los últimos minutos de ese ser amado, si tuvo tiempo para hablar con sus asesinos, si tuvo tiempo de mirarlos a los ojos, si ellos lo miraron a los ojos. Para terminar, quiere saber dónde fue fusilado su marido, y así va descubriendo la geografía de las huellas del hombre que se han llevado a la fuerza. Es la búsqueda como final: dónde quedó su cuerpo si no lo puede enterrar como memoria, como recuerdo.
Es una historia igual a miles de las historias de hoy…
Sí, es lo que viven en este país los que tienen desaparecidos, los que tienen secuestrados. Hay dos elementos definitivos: la ausencia forzada y la búsqueda de la presencia del otro que ha sido forzado a huir. Es el proceso entre la vida y la muerte. El viaje hacia el camino de la muerte.
¿En ese proceso es posible el perdón?
Sí, si hay un descubrimiento de la absoluta verdad y si se escucha la verdad del asesino. Pero si el asesino no confiesa es muy difícil perdonar. Como la verdad está quebrada y sigue fragmentada, la mirada del perdón sigue en duda. Se le está diciendo a la gente que su vida personal no tiene que ver con la memoria colectiva y que, por lo tanto, lo que pasa en su entorno no ha sucedido. Por eso de lo que se trata es de discutir sobre la importancia de la reconstrucción histórica. Y la novela es una búsqueda de la verdad, para hacer una reflexión sobre la profunda necesidad que tiene el ser humano de saber qué sucedió.
El drama es, entonces, que no se sabe quién dio la orden que generó semejante violencia.
Esto traduce mucho de nuestra historia reciente: quién da la orden de matar a otro ser humano. Por lo regular es una orden que se da en forma verbal, que crea en el que va a ejecutarla una mentalidad subalterna que finalmente le permite defenderse cuando lo acusan por haber fusilado a otro hombre. Quien ha recibido órdenes se siente exento de culpa. Paradójicamente, muchos habrían podido cambiar el destino de sus vidas y del país si hubieran actuado, pero no lo hicieron. Por eso el asesinato de Gaitán es como una inmensa frustración. Es la imagen del país que unas órdenes impidieron que fuera.

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**** LA "MULTITUD" EN COLOMBIA
DE "EL CADÁVER INSEPULTO" A LA MULTITUD POSMODERNA
Juan Carlos García presidencialismoyparticipacion@yahoo.es
Síntesis de dos libros presentados en el Instituto de Pensamiento Liberal
La multitud son los gaitanistas
Rebelión19-08-2005 http://www.rebelion.org/noticia.php?id=19026
La intervención del grupo de investigación Presidencialismo y Participación sobre reelección presidencial en Colombia, realizada en la sede del Instituto de Pensamiento Liberal el pasado 11 de agosto 2.005 tuvo como contexto inicial la charla magistral del reconocido historiador Arturo Alape, a propósito de la presentación de su novela El Cadáver Insepulto (Seix Barral, 2005). El hecho que da inicio al desarrollo de su relato es el asesinato del caudillo Jorge Eliécer Gaitán Ayala, ocurrida el 9 de abril de 1948; la misma fecha marca genealógicamente para el grupo de investigación la ruptura política entre las clases subalternas y el bloque bipartidista en el poder: lo que tenemos de presente son nuevas velocidades y fuerzas antagónicas. Alape en sus distintos estudios sobre El Bogotazo -como se conoce al hecho violento que desata ese magnicidio- repasa cual investigador la emergencia de algo nuevo. Incluso en esta novela se refrenda, por parte del connotado historiador, lo que el grupo Presidencialismo y Participación también a su manera afirma en el libro Seguridad y Gobernabilidad Democrática. Neopresidencialismo y Participación en Colombia 1991-2003 (Universidad Nacional, 2005): el 9 de abril en Colombia emerge la multitud. Su emergencia está signada por la sangre del director único del Partido Liberal y líder del "pueblo" Gaitán Ayala, quien caía en la carrera séptima a la una y cinco de la tarde a manos de un bellaco desconocido: un tal Juan Roa Sierra, del que sólo quedó un cuerpo molido e irreconocible, enterrado días después como cualquier N.N.
¿Pero qué entiende Alape por multitud? Para los presentes en el auditorio la multitud es algo extraño y esto obedece a la novedad de la palabra y a la incertidumbre de su definición. Para el mismo Alape la multitud es un acontecimiento, pese a no tener la concepción clara, lo que sí es contundente es su afirmación: "lo que surge el 9 de abril de 1948 no es el pueblo sino la multitud". Y multitud es para nosotros, la pluralidad de los muchos que asumen la política como su acción vital. Como lo anota de modo vivencial el historiador, el punto más alto de la multitud está entre la una y las seis de la tarde de ese día, que se conoce también como el día del odio. Si recordamos las palabras del reconocido escritor, la multitud se volcó al centro de la capital: en ese entonces Bogotá contaba con 600 mil habitantes, hoy cuenta con cerca de 8 millones. Según afirma Alape, la rabia espontánea de esta multitud desenfrenada no estaba enfocada hacia ningún lado. Era sólo eso: rabia. Tanto que a las seis de la tarde la multitud iracunda ya estaba ebria, no de dolor sino de alcohol. Sin embargo, el centro histórico de la ciudad es arrasado, consumido por las llamas y por la embriaguez de "colgar" a los jefes de Partido Conservador en la Plaza de Bolívar.
Para el oyente resultó curioso escuchar un dato revelador: luego del asesinato de Gaitán, un tiempo después, doña Berta Hernández y Mariano Ospina llegan al palacio presidencial provenientes de una feria ganadera (!). La multitud gaitanista que se ha dirigido a la sede del régimen no advierten la presencia del gobernante y su señora que ingresan por la puerta adyacente. Dice Alape: "si ellos –los gaitanistas- se hubieran dado cuenta de que ahí venían éstos dos, otra historia hubiese pasado en Colombia". Porque lo cierto es que no pasó nada: según lo revela la historia, no hay cambio de poder, ni reforma ni revolución. Lo que hay es sangre en las calles. La represión al desnudo, cuando no el oportunismo político.
Ejemplo de lo anterior es la traición que los dirigentes del Partido Liberal cometen cuando se forma la Junta Revolucionaria integrada en lo político, entre otros, por Gerardo Molina y Diego Montaña Cuellar, y en lo militar por setecientos hombres fuertemente armados. Y, por supuesto, en las calles estaba la insurrección sin cauce, sin organización alguna, de la que miles de anónimos y miserables hombres hacían parte. Los jefes naturales del Partido ante el asesinato de Gaitán, entregan no su cuerpo impregnado de sangre sino la multitud gaitanista que reclama justicia. Y pactan con el régimen de Ospina Pérez su ingreso a la nómina oficial. Así lo hizo quien, aparentemente, debería ser el sucesor de Gaitán, Darío Echandía. Con lo cual se selló el llamado "miedo al pueblo", que no era mayoritariamente liberal o conservador, pero sí gaitanista. Es decir, la multitud.
Los reveladores datos históricos del profesor Alape –incluso, lo irónico: el que ningún banco haya sido asaltado- conducen a preguntarnos por lo que la multitud debió hacer y no hizo. Total, lo que quedó como reflejo de lo que sucedió en Bogotá fue una cifra, la del horror: "entre 3 mil y 5 mil fueron los muertos". En el resto del país la cosa fue de otro tono: acá, en Bogotá, estaba el centro del poder político. No obstante, lo que la historia nos enseña es que con El Bogotazo se rompe la tradición histórica de las clases subalternas: ahora la multitud se pregunta hasta dónde ella es un sujeto de poder real.
¿La guerra social del presente es obra de la multitud?
Vale señalar un punto importante. Alape también afirma que nuestra violencia actual es la continuación de los hechos desencadenados por la violencia del gobierno Ospina (1946-1950), y de la multitud que con armas o sin ellas respondió hasta levantarse ante la brutalidad, o simplemente morir. Todo ello define lo que es lo político en Colombia y por qué estamos como estamos.
Cabe señalar otra realidad: la relación entre el autoritarismo político, que desde el 9 de abril de 1948 se asentó en Colombia, y las multifacéticas formas de violencia que hoy la consumen y asolan. Es, justamente, la práctica de la relación amigo-enemigo que con tanto ahínco defiende el teórico Carl Schmit. Alape, en efecto, sigue esta misma línea de interpretación. Para él ese ejercicio se comprueba con el repaso al discurso político de los gobernantes, que no empieza -como aparentemente se cree- con Uribe Vélez sino que viene de mucho atrás. Recordó para ello los señalamientos públicos que practicó el "monstruo" Laureano Gómez en sus mejores momentos como político conservador.
Entonces, ¿qué objeto tiene intitular una obra El cadáver insepulto? Mejor aún: ¿qué contribuciones puede hacer esa obra a la interpretación de la reelección presidencial en Colombia? ¿Qué nos enseña Alape sobre la actualidad? Primero: pone de presente que no hemos salido del torbellino de violencia que Gaitán Ayala cuestionó desde su Oración por la Paz semanas antes de su sacrificio. Segundo: el título revela de entrada que Colombia, o mejor, la multitud debe enterrar el cadáver. Pero, ¿cuál cadáver? ¿El cadáver de la violencia? ¿El cadáver de nuestros gobernantes autoritarios? ¿O será el cadáver de las injusticias? ¿Incluso puede ser el cadáver de las desapariciones forzadas? Creemos que todo se resume en que debemos enterrar el cadáver de la guerra. Tercero: sugiere la exposición magistral del profesor Alape, junto con sus vivencias en el Valle del Cauca -por esas mismas calendas- que la muerte de Gaitán y sus consecuencias sangrientas lo marcaron para siempre. Y definieron el orden político de la dominación; lo que llevó a las clases subalternas, que al tiempo sufrían la pérdida de su líder, a hacer el tránsito obligado a la multitud proletarizada. Cuarto: la violencia empezó desde arriba, desde las clases dominantes; la multitud no es quien hace la guerra, la sufre y la padece. Lo que anhela la multitud es justicia. Y quinto: aunque la guerra social es impuesta por el régimen político -en los años cuarenta fue con los chulavitas y sus asesinatos y despoblamientos selectivos- la respuesta de la multitud no se da por fuera de esos procesos bélicos, puesto que la guerra se hace para mantener unas condiciones sociales de dominium de esa misma multitud que hoy aprende la lección histórica.
Así, pues, el libro de Arturo Alape, una novela sobre el 9 de abril, invita a hacernos una pregunta obligada: ¿hasta dónde estamos convencidos de que la guerra hay que enterrarla? ¡Porque la guerra hay que terminarla! Por eso, con firmeza, estamos convencidos de que lo más revolucionario es acabar la guerra: la multitud de los pobres y miserables debe liquidar este dispositivo de seguridad. Reconozcamos desde ya que la guerra es el ambiente de la dominación. Leamos sin cortapisa alguna lo que la coyuntura histórica revela: la continuación de Álvaro Uribe está atada a la continuidad de su guerra (así la llame "seguridad democrática"). El talón de Aquiles del régimen está en su misma fortaleza: que la multitud, heredera de Gaitán, asuma el reto.
No olvidemos: en Colombia sólo hay multitud.






1 Comments:

Blogger MESC said...

La grabación del Consejo de Guerra que se le adelantó al Coronel Daniel Cuervo Araoz existe ... y desvirtua algunas afirmaciones de la novela

8:32 p.m.  

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