sábado, diciembre 30, 2006

MEMORIAS en EL PAIS y en NUMERO. Dic. 2.006

ARTURO ALAPE
Cali, Noviembre 3, 1.938 - Bogotá, Octubre 7, 2.006
MEMORIAS Y PUBLICACIONES
EN "EL PAIS" Y EN LA REVISTA "NÚMERO"

EN EL PAIS, Diciembre 29, 2.006
Separata "Nostalgias 2.006" Pág. C-3

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Texto:

EL CRONISTA DEL SIGLO XX.
7 DE OCTUBRE
Arturo Alape ha quedado grabado en la historia de Colombia, por el extenso legado que dejó al dedicarse a plasmar en sus libros las versiones de la historia colombiana del Siglo XX, muchas de ellas ocultas, tanto que al descubrirlas puso en riesgo su propia vida.
Aunque nació en Cali su vida dio un giro al apasionarse por descubrir lo que pasó en Bogotá el 9 de abril de 1948, en las horas que siguieron al asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán.
'El Bogotazo', el libro fruto de su investigación sobre ese asunto, lo puso en el primer plano de las letras, el estudio histórico y hasta de la realidad política nacional.
Más adelante, se convertiría en el colombiano que más sabría de la vida de Manuel Marulanda Vélez, 'Tirofijo', el guerrillero que fundó y sigue comandando el sangriento grupo guerrillero de las Farc. Alape trazó la biografia más completa que se conozca del subversivo.
En su última obra publicada en vida, 'El cadáver insepulto'; Alape regresó al tema de la violencia bipartidista de mediados del Siglo XX.
Esa última obra, relató tras su publicación, trabajó más de tres décadas.
Tuvo afanes de culminarla antes de que la leucemia le ganara la batalla, para cumplirle una promesa al cronista judicial Felipe Toledo, uno de sus mejores y más cercanos amigos.
Aunque Arturo Alape es el nombre con que lo conoció el país, su verdadero es Carlos Arturo Ruiz.
Su lucha final contra la leucemia tardó una década entera.
Perdió la batalla el sábado 7 de octubre a las 11:00 p.m., tras permanecer una semana internado en la Clínica Jorge Oliveros Corpas, en el norte de Bogotá. Tal como él lo deseaba, sólo amigos cercanos y sus familiares le dieron el último adiós.

ARTURO ALAPE
Nombre verdadero: Carlos Arturo Ruíz
Nacimiento: Cali, 1938
Fallecimiento: Bogotá, octubre 7 de 2006
Filiación Política: Militó en la Juventud Comunista,
Libros publicados: 'Las Vidas de Pedro Antonio Marín, Manuel Marulanda Vélez ('Tirotijo')', 'El Bogotazo', 'Memorias del Olvido', 'Diario de un Guerrillero', 'El cadáver insepulto', entre otros.

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Ampliación de la foto publicada en EL PAIS
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PUBLICACIÓN EN LA REVISTA "NUMERO" No. 51, Dic. 2.006


HUELLAS DE LA MUERTE SOBRE LAS ESPALDAS

Este texto, uno de los últimos escritos por el artista Arturo Alape, recientemente fallecido, es una apasionante crónica de la vida de un hombre comprometido con su tiempo y con un sentido social de la existencia. Testimonio de una época, de una generación.

Recientemente participé en una conversación con un grupo de jóvenes pertenecientes a Hijos e Hijas, organización que pretende rescatar la historia de sus padres desaparecidos o asesinados durante la guerra sucia contra militantes y líderes de la Unión Patriótica (UP); al final, se acercó una muchacha de 22 años y me dijo lo siguiente:
«Me alegra mucho conocerlo. Yo soy la sobrina de Hernando González. Hace tres años mi abuela me contó sobre la muerte de mi tío Hernando. Lo que sucedió se mantuvo en secreto familiar por cuestiones de seguridad. Ahora lo conozco a usted. Quisiera que me contara la historia de lo sucedido...». Los cimientos de mi memoria se conmovieron. Quizás esta noche, ante ustedes, cuente en voz alta el intenso transcurrir vivencial de Hernando González, su historia, nuestra historia.
Esa noche regresé con mis recuerdos a La Habana en los años de mi primer exilio, entre 1987 y 1990. Recuerdo la conversación que sostuve una tarde con Juan Gelman, el gran poeta argentino, doce años de exilio con su país a cuestas:
«A mí me parece que es un castigo duro ese del exilio. Para los griegos el destierro era un castigo duro, peor que la muerte. No sé si es exactamente así, pero sin embargo usted lo sabe y lo está sintiendo...». Sus palabras se volvieron imágenes congeladas en tiempos de inmenso dolor.
Leo el final de su hermoso poema «Carta abierta», en que el poeta se dirige a su hijo desaparecido:
«deshijándote mucho / deshijándome / o sea buscándote por tu suavera / paso mi padre solo de vos / para la voz secreta que tejés /», habla en su poema que comprobará sus muertes, sólo el día en que encuentre «sus cadáveres...». De su hijo, de su nuera; de su nieta tiene noticias de que está viva y hace vida familiar con padres falsificados por la dictadura militar.
En este mismo instante, en La Habana, los recuerdos son precisas imágenes que desbrozan noticias al azar del tiempo perdido en la bruma de la memoria. En la lejanía vislumbro la montaña ensangrentada, en las aguas del río flotan cientos de cadáveres: trabajo en Casa de las Américas, recibo noticias de la muerte que aumentan la suma de asesinatos de mis amigos y compañeros de la Unión Patriótica.
En la tarde de un día sábado, en casa de Millet, sostengo con Manuel Cepeda Vargas, miembro de la dirección del Partido Comunista, una dura y agria discusión partidista. Le pregunto a Manuel con plena franqueza: «¿Por qué el partido no preserva a sus cuadros? En Colombia los están matando a todos en la encerrona de la guerra sucia...». Él respondió como solía hacerlo en las reuniones de la dirección de la Juventud Comunista (Juco), con convicción en su verbo de la verdad absoluta: «El partido no se exilia...». Yo me sentí, lo confieso, culpable por mi exilio...
Meses después de esa discusión con Manuel Cepeda Vargas llegó a La Habana Bernardo Jaramillo, en busca de un refugio momentáneo para su existencia. A finales de los años ochenta era el hombre más perseguido en el país, por razones políticas. Con Bernardo hablamos tantas veces con la celeridad de las premoniciones. Era de una fogosidad imparable cuando hablaba. Yo escribía en ese entonces para Prensa Latina y le hice un largo reportaje, que ahora no me explico por qué nunca lo publiqué. Como despedida, al final de mis preguntas, reiteró con una sabiduría que rayaba en la crueldad: «Regreso a Colombia para que me maten...». Eso dijo, eso le escuché. Tres meses después un joven sicario lo acribillaba en el aeropuerto Eldorado, en Bogotá. Cuando regresé al país, en 1991, después de casi cuatro años de exilio en La Habana, vi en los archivos de la televisión, con asombro profundamente doloroso, imágenes del sicario de 17 años cuando le disparaba a Bernardo Jaramillo: su cuerpo se dobló en actitud de defensa, luego la cámara lo mostraría cuando yacía sin vida en el piso. Después la cámara enfocaría al joven sicario cuando saltaba sobre el cuerpo de Bernardo, embriagado por una endemoniada alegría. En su luminosa mirada expresaba el sentimiento por el trabajo realizado. Era un profesional de la muerte: había cumplido con la orden dada. Para tratar de explicarme el dolor que siento hoy por la muerte de tantos entrañables amigos, releo muy despacio un texto de introducción a uno de los capítulos que escribí en mi libro La paz, la violencia: testigos de excepción, sobre los años sesenta:
«Fueron los años de la más hermosa tensión humana, cuando el hombre deja los egoísmos individuales y lo ofrece todo a cambio de un ideal posiblemente lejano. Quizás estemos hablando en este instante en nombre de los sobrevivientes y al hacerlo expresamos un sentimiento profundo de dolor en las espaldas. No es una pesadilla la historia que nos sigue. Es apenas un abrir y cerrar los ojos. Es una sensación de apremio interior. Hablar de la muerte a veces conlleva un sentimiento de culpa. Es cierto. Pero somos más conscientes que nunca de que esa ilusión que comenzó en los años sesenta aún no ha perdido vigencia, y sigue respirando plenamente, no importa que los años lleguen, pasen y nos den una despedida para siempre. No somos hombres que terminan con sus convicciones a los treinta años».
Escribo o narro lo que sigue en nombre de los sobrevivientes. Los años cincuenta me dejaron sobre la piel huellas como corteza de árbol cauchero. Instantáneas que aún perduran en la memoria y corren libremente: Recuerdo la tarde del 9 de abril. Un hombre montado en su bicicleta llega a la casa de inquilinato donde vivía de niño, se baja y entra al primer patio. Cuando le miro la espalda, le grito: «Tiene la camisa ensangrentada...». El hombre, al escucharme, se desmaya por el terror. Durante media hora venía montado en su bicicleta con un tiro en la espalda. Vi, por primera vez, la espalda del país. Otro recuerdo de joven fue una madrugada, a la 1:05; el pavoroso estruendo me levantó a un metro de altura sobre la cama, como si la fuerza de una veintena de hombres me hubiera alzado; lo supe instantes después por noticias de la radio: habían estallado siete camiones cargados de dinamita, frente a la estación del tren. Eran camiones militares. Terrible descuido de la dictadura de Rojas Pinilla. Los muertos, transeúntes de hoteluchos, cafés, cines y casas de prostitución, alcanzaron la cifra de dos mil. Cientos de cuerpos desaparecieron en el aire como átomos. Hoy recorro esas imágenes en un centenar de fotografías que conservo en mis archivos: un grupo de hombres lanzan cadáveres a una inmensa fosa común; en las fotografías hombres, mujeres y niños se deshacen en llanto en la más terrible desolación; 10 de mayo, cae la dictadura de Rojas, se vuelca la ciudad de Cali hacia las calles literalmente, celebrando el acontecimiento. Los camiones abarrotados de gente parecen tanques de guerra. La euforia se transmuta en ira de la multitud, que dirige su odio a muchas viviendas donde viven atrincherados los llamados «pájaros», esbirros del régimen. Uno por uno los desencuevan, los sacan a las calles, los linchan.
Recuerdo el rostro desencajado de «Caracolina», vendedor de pomadas en los mercados del Valle, «pájaro» y asesino en las noches de la ciudad, cuando un grupo de hombres lo sacan a la fuerza a la calle, lo arrastran de los brazos; la multitud le patea con odio su cuerpo, da la vuelta por la cuadra, «Caracolina» clama por su vida, la cobardía le brota por los ojos, está indefenso, no tiene armas en las manos; otro grupo de hombres saca de la casa un baúl de madera, lo abren y botan al aire una fortuna en billetes; la muchedumbre pide que quemen el dinero, los hombres prenden la hoguera y al grito de la consigna «¡Abajo la dictadura, somos libres!», los billetes son devorados por las llamas; cuando la pequeña multitud da la vuelta a la cuadra con el cuerpo de «Caracolina», el hombre había dejado de existir por la terrible golpiza.
Año 59: a Cali llega la noticia de la masacre de 17 personas en los municipios de Darién y Restrepo. Entre los muertos, se hablaba de dos estudiantes de Cali. La matanza había sido obra de un grupo de «pájaros» que aún andaban sueltos, volando y asesinando a indefensos civiles. Alfonso Barberena, el líder de los sin techo, trae a Cali los cadáveres y en la Casa del Pueblo, situada en el barrio San Nicolás, brinda un sentido homenaje a las víctimas. Yo era estudiante de pintura en el Instituto Popular de Cultura, y en la noche, sacaron los cuerpos de los ataúdes y un hombre y una mujer, vestidos de blanco, comenzaron a prepararlos para que aguantaran hasta el día siguiente, cuando se haría una manifestación de protesta. El hombre abría con un alicate las bocas de los cadáveres y la mujer les embutía cal: yo, afiebrado, dibujaba en una libreta cada instante de la escena de dolor y muerte colectiva. A la mañana siguiente, salimos en manifestación con los 17 ataúdes, rumbo hacia el cementerio Central. La carrera primera estaba abarrotada de policías armados de fusiles. Los familiares de los estudiantes piden llevar a sus hijos hasta la Catedral, pero la policía impide que el resto de cadáveres sean velados allí; entonces vendría lo insólito: una de la tarde, un calor calcinante, la muchedumbre pide paso para los cadáveres del pueblo, la policía arremete con fusiles y bayonetas, choque de fuerzas entre la vida y la muerte; la policía no cede, la multitud tampoco, entonces la gente se abre y en la mitad quedan, en una larga fila que mira hacia la Ermita, los 17 ataúdes; al lado derecho, las dependencias del Servicio de Inteligencia Colombiano (SIC); a la izquierda, el teatro Avenida. El olor galopante y nauseabundo de la muerte se apodera de las calles de Cali. Mis ojos de niño y de joven lo vieron todo en la oscura década de los años cincuenta en la ciudad de la añoranza y de los sueños.
Los años sesenta fueron para nosotros, los que habíamos vivido la violencia partidista —etapa que en apariencia quedaba atrapada en las redes del olvido—, el comienzo de una hermosa ilusión de que todo cambiaría en Colombia: el sueño de la revolución. Éramos de la estatura de los soñadores que lanzan la mirada hacia adelante para transformar el mundo. No obstante, para construir ese sueño debíamos transformarnos nosotros mismos: dejar de lado la esencia del individualismo que tanto carcomía la existencia y comenzar a verbalizar el verbo de lo colectivo. Hablar de nosotros, sentir y percibir el yo en las entrañas del nosotros, es decir, en el alma del pueblo. Un feroz duelo, el desgarramiento entre la existencia, las ideas y la acción misma en la búsqueda de un ideal que patentizara la voz de la conciencia del proletario. Un sentido de clase. Entonces comenzaba la fiebre de la militancia en el partido que cimentaba en el cerebro la fuerza delirante de hablar, pensar, actuar en nombre de sus principios. Un cambio de piel definitivo. La piel se iba endureciendo en el frenético diario vivir en la defensa de la línea del partido y de sus fundamentos programáticos. Ser un cuadro integral, responsable, persuasivo y combativo. Crear una ética que expresara hondamente esas raíces de lo popular. Mantener la moral revolucionaria en alto frente al enemigo: no doblegar el espíritu ante la fuerza perversa de la tortura. Y lo esencial: no huirles al rostro y la presencia de la muerte cuando se estuviera en la misión partidaria. La vida era como una especie de ofrenda floral ante el altar de la muerte. En ese juego con candela, en un abrir y cerrar de ojos se cambiaba la vida por la muerte. Era el albur impregnado con el hipnotismo atávico del anuncio de lo mesiánico. Nosotros éramos los portadores. La muerte como promesa terrenal: la sangre como semilla para construir futuros inciertos. Detrás de nuestra muerte, se levantarían miles de voces solidarias.
«La vida y la muerte en la medida del hombre que vive», diría Kazantzakis. También escribiría: «Mi vida es una evocación constante de sombras...». De seguro pensaba en su hermosa novela Cristo nuevamente crucificado, llevada al cine con el título El que debe morir. ¿Por qué él debía morir? El hombre estaba destinado a morir: «La muchedumbre, ebria al olor de sangre, se echó como bestia sobre el cuerpo jadeante; al incorporarse algunos tenían los labios ensangrentados; el viejo Ladas mordía con su boca desdentada la garganta de Manolios y se esforzaba por arrancarle un pedazo de carne. Panayotaros limpió el puñal en sus cabellos rojos y untó con sangre su jeta feroz, gritando: —Tú me has desgarrado el corazón, Manolios, yo te he matado. ¡Estoy vengado!». En nombre de Cristo, las turbas habían asesinado a quien llamaban el Bolchevique... «El pope Fotis alargó la mano y acarició lenta y cariñosamente el rostro de Manolios. —Querido Manolios, es posible que hayas dado tu vida en vano —murmuró—. Te han matado por haber tomado sobre ti todos nuestros pecados; tú que decías y clamabas: “Soy yo quien ha robado, soy yo quien ha matado y quien ha incendiado; ¡yo, y nadie más...!”, y todo para que se nos dejase a nosotros echar raíces en estas tierras... En vano, Manolios querido, en vano, te habrás sacrificado...».
Quizás en los años sesenta fuimos demasiado idealistas o no encontramos los caminos adecuados para darle una imagen y hacer de ese sueño una realidad. Pero fue el despertar de los albores de una juventud que llevaba consigo algo muy profundo que ansiaba y deseaba como realización humana.
Esa ilusión estaba muy ligada a dos acontecimientos que fueron definitivos. Uno, el que estuviéramos presenciando —a mí me tocó en Cali— un extraordinario surgimiento de masas combativas que habían silenciado debido a la violencia oficial en las ciudades. Fue una gran ola huelguística de los trabajadores de Croydon —la primera huelga de hambre, en estas últimas décadas—, de los sindicatos de Manuelita, de Riopaila, La Garantía, el periódico El Relator, la marcha de los azucareros de Palmira a Cali. Igualmente, los movimientos urbanos por la tierra que se visualizaron en las invasiones de la gente que venía huyendo de la cordillera Occidental por la violencia y buscaba en Cali un techo para sus vidas. La magnitud del acontecer social nos hizo cambiar de actitud y nos convertimos en agitadores políticos de ese proceso.
El otro hecho fue la epopeya de la Sierra Maestra, que caminaba con alborozo por toda nuestra América como la experiencia triunfal de una revolución y se enarbolaba en los rostros barbudos de Fidel, Camilo, el Che. Se inició por entonces, con toda agitación entre nosotros, la discusión de si era posible repetir esa experiencia en Colombia, dado que veníamos de una tradición de lucha guerrillera, por cierto, muy amplia en los Llanos Orientales, en el sur del Tolima, en el nororiente antioqueño.
Los que creyeron que el momento decisivo había llegado, los que pensaron que existían todas las condiciones objetivas para lograrlo a través de las armas, comenzaron a entregar sus vidas en un tiempo fugaz, golpeando así nuestros anhelos en lo más hondo, porque sentimos que lo mejor de nosotros se nos iba en la sangre amiga que se estaba derramando.
Un día nos llegó la noticia de la muerte de Antonio Larrota, cuando intentaba redimir social e ideológicamente a un grupo de bandoleros para organizar con ellos una guerrilla y éstos lo eliminaron por cinco mil dólares. Antonio era un líder por naturaleza, las masas en cualquier plaza pública sucumbían al escuchar su voz. Otro día nos llegó con la noticia de que por los lados de Turbo se nos había ido la vida de Leonel Brand y, junto a él, la de su compañera Gleydis Pineda. Los dos nos dejaron sin decirnos el adiós que siempre se acostumbra al decidirse alguien por la ausencia definitiva. Tantas lecturas de Neruda, de Vallejo y de Miguel Hernández, al lado de Leonel en el cerro de San Antonio. Tanto hablar emocionadamente de los impresionistas y buscar con ansiedad el rostro de Van Gogh. Leonel venía de lo más profundo de lo que llaman lo oscuro social y se había levantado con su voz de poeta al convertirse en un formidable lector en la Librería Bonar, en la que trabajaba en Cali. Otro día, la noticia la escuché en Bogotá, vino el anuncio de la muerte de Federico Arango en las selvas del territorio Vásquez, quien había cometido un error similar al de Antonio Larrota, al organizarse con un grupo de hombres ya descompuestos socialmente. Federico, hombre en su silencio, se alistaba cada semana y se montaba en su carro para irse hacia la selva, volver a la ciudad y trabajar con ahínco en los preparativos de sus sueños. Y otro día nos llegó el correo con la triste nueva de que a Francisco Garnica lo habían destrozado a golpes en un cuartel militar de un pueblo en el Valle. Su cuerpo en vida destrozado. Francisco era un apasionado agitador y organizador de conciencias.
Ahora analizamos en la distancia lo que significó en esa etapa la consigna de que la gente en la universidad debía abandonar los estudios para irse al monte, porque la universidad tenía que nutrir de combatientes a la guerrilla. Se pensaba así por el apremiante entorno político que vivíamos: el Frente Nacional, de naturaleza histórica, que excluía a otras voces distintas de los liberales y conservadores.
La Universidad Nacional era un semillero fértil de cuadros que debían marchar al monte: Julio César Cortés, Armando Correa, Hermías Ruiz terminaron fusilados por los comandantes Vásquez Castaño, del ELN, por problemas ideológicos.
Un día fue Camilo Torres, con su figura risueña, sus ojos de buena gente y una fe ciega en sus palabras, y como un profeta bíblico, en su última despedida dejó la ciudad para irse hacia esa mole misteriosa que es la selva. A los pocos días estábamos leyendo su documento-testamento, en el que explicaba al país la razón de su decisión.
Hoy recordamos como ecos conocidos los nombres de Marquetalia, Riochiquito, Pato, Guayabero, que en su momento despertaron un ambiente solidario, y como pocas veces en esa época, el movimiento guerrillero tuvo amplia audiencia en las ciudades y en los ámbitos mundiales. El país nos escuchaba, o por lo menos eso creíamos nosotros. O solamente oíamos nuestras voces. Entonces nos tocó el turno a nosotros, los dirigentes de la Juventud Comunista: ir a Marquetalia, o a cualquier otra de las llamadas Repúblicas Independientes, era un honor de revolucionarios: partió un día Hernando González, partí otro día yo, luego marcharía Jaime Bateman. Hernando González moriría en una emboscada del ejército en la Operación Riochiquito, y Jaime Bateman perecería en un accidente aéreo en selvas panameñas, cuando era el comandante del M-19. Yo soy el sobreviviente de los tres. Estoy vivo gracias a una inquietante discusión que tuve conmigo mismo, río Carare abajo, montado en un canoa viviendo la inclemencia de las fiebres palúdicas, delirando entre el poder de las armas y el poder de las palabras que narran historias: ganó el poder de las palabras y el hombre de la canoa me trajo a finales de los años sesenta hasta Cali, la ciudad de la memoria.
Pero el rostro de la muerte se volvió urbano en la década de los ochenta. No tanto como la muerte mesiánica, sino la vida con puntería que acostumbra la muerte selectiva, con el pulso de hombres avezados en el mirar los límites de la agonía en el hombre que debe morir. Esa muerte se tomó las calles de las ciudades con la prepotencia inocultable de quien tiene por oficio el matar al otro. Profesionales en el oficio. No se disparaba contra el otro también armado y agazapado en el monte dispuesto a disparar, sino contra alguien que defendía con su chaleco antibalas su pensamiento político: claro que era un ser indefenso de los testículos hasta los pies y de los hombros hasta lo profundo de su cerebro.
Nunca en los anales de la violencia política en el país se había elaborado un plan tan meticuloso y perfecto, por la exactitud en la eliminación selectiva, día tras día, de un movimiento político en su dirigencia de base, cuadros medios y su dirección central hasta sus candidatos presidenciales como de la Unión Patriótica. Maquiavélico accionar por su estricta planeación político-militar: ejercicio mental de grandes proporciones para eliminar físicamente a un posible contrincante político en la arena del debate de las ideas y la acción de propuestas programáticas, que comenzaban a echar raíces en lo profundo de las mentalidades populares. Otras orillas de la política se comenzaban a abrir en vuelo de otras imaginaciones. Se mataron los hombres, se asesinaron las ideas, se deshojó en un santiamén una historia que se estaba construyendo y que posiblemente cambiaría el ritmo paquidérmico de nuestra historia reciente: por lo menos era un aire distinto del tufo de la podredumbre a que nos ha tenido acostumbrados nuestra tradicional casta política.
Fueron tantos los cómplices en esa masacre de lesa humanidad. El terrible y bien aceitado aparato económico del narcotráfico y su desdoblamiento de las autodefensas en paramilitares; el apoyo económico y logístico de ganaderos y latifundistas; el pregón del gobierno de Virgilio Barco, que justificaba la masacre de la UP diciendo que era una pelea entre paras y guerrilleros; los sesudos estudios de académicos y politólogos, hoy asesores de la seguridad nacional, para explicar el genocidio por el error del Partido Comunista en la aplicación de la combinación de las formas de lucha. Y quizá lo más doloroso: la indiferencia social ante tantos muertos.
¿Y qué sucedió con nosotros? Era cobijarse para abrazarse con la indefensión de la denuncia pública. Se respondía con el verbo encendido, pleno de sentimientos: sumatoria del conteo de cadáveres de miembros de la UP, estadística mortal que, ante nuestro asombro, fue creciendo de uno en uno hasta llegar a mil, luego a dos mil. El dato aparecía en la prensa, nada sucedía, nada detenía la avalancha mortal. En fin, nunca la muerte había hecho su agosto como en el período 1986 - 1990. Era la muerte física, era la muerte de la escritura del terror.
Para sobrevivir, recurrimos al humor negro. Pardo Leal, con su tic alborotado en el ojo derecho, narraba todos los días que su vida estaba asegurada hasta los testículos. En la calle, por la carrera séptima en Bogotá, los amigos le veían a uno el semblante y luego le preguntaban: «¿A ti no te habían matado la semana anterior?». La socialización y el encuentro con los amigos lo hacíamos en los velorios y en tantas despedidas dramáticas en el cementerio Central de Bogotá. Y siempre la misma consigna acompañaba el dolor: «¡El pueblo unido jamás será vencido!». Pero nos mataron lo mejor, lo más granado de nuestra inteligencia. Nos dejaron huérfanos de tantos maravillosos hombres.
Luego vendría el exilio en La Habana. Vendrían los encuentros con Bernardo Jaramillo, Manuel Cepeda, Patricia Ariza, Eduardo Galeano, el poeta Juan Gelman, con la ballena de Antonio Cisneros, el poeta peruano. Hablaríamos de la vida, nombraríamos la muerte y soltaríamos a los vientos una sonora carcajada por la alegría de vivir. Y en el exilio vendrían la caída del socialismo, la derrota, la muerte momentánea de los sueños. A mi regreso al país en 1991, tres años después, lloraría inconsolablemente ante la noticia del asesinato del senador Manuel Cepeda Vargas. Murió en su ley de su rotunda negativa a exiliarse. Su sangre como recuerdo sigue aún esparcida en la pátina de un monumento ya deteriorado, elaborado por el maestro Édgar Negret. Con Manuel Cepeda Vargas nos habíamos conocido en el año 57, cuando se realizaba en Cali el segundo congreso de la Unión Nacional de Estudiantes. Es decir, era un viejo amigo, a pesar de su testarudez ideológica. En 1958, con el escultor Alfredo Castañeda, en un alto filo que nos dieron después de la invasión del barrio Lleras, instalamos el monumento en honor de los estudiantes caídos en la lucha contra la dictadura de Rojas Pinilla. El monumento aún está en pie: el cemento ha resistido el silbido atronador de la memoria que yace entre nosotros.
Recorrí el país a pie, tuve una larga experiencia en la lucha política, participé en la lucha armada. Fui dirigente comunista y un día, montado en una canoa, decidí mi vida en los trajines de la palabra escrita. Antes había vivido entre los espacios, el color y la lectura de las Cartas a Theo. Pienso que este trasegar entre la vida y la muerte ha sido una larga experiencia de la que nunca voy a arrepentirme. No soy hombre que se doblega ante las culpas propias y las culpas ajenas, y luego se resigna a vivir entre el moho y el polvo de su propio ostracismo. No soy un nazareno posmoderno que se flagela ante una vasta audiencia en televisión, para acceder a una vacante como asesor en la seguridad nacional. Soy parte de una generación que le ofreció al país expectativas distintas desde otras orillas, que posiblemente fracasaron en el mundo como paradigmas, pero que continúan siendo válidas como sueños y como posibles utopías.

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Actulización gra/ntc Dic. 30, 2.006



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3 Comments:

Blogger PROYECTOHUMANO said...

Al recuerdo del maestro, del amigo, del navengante de las letras y la historia. Gratitud eterna por esos maravillosos momentos en que tuve la fortuna de escuchar a Arturo. Creo tal vez, que fuì su ùnico amigo militar. Capitàn (r) CESAR A CASTAÑO

10:30 p.m.  
Blogger NTC said...

Gracias, amigo César. Apreciamos mucho su significativo comentario. Cordialmente, Bitácora ARTURO ALAPE.

5:11 a.m.  
Blogger PROYECTOHUMANO said...

Me equivoqué al pensar que yo había sido el único amigo militar de Arturo. Ayer miércoles 10 de junio de 2009, me encontré con el general (r) Gabriel Puyana, quien me contó acerca del aprecio que sentía por Arturo, asi como los encuentros y amigables discusiones que sostuvieron. La verdad hace falta el maestro, por fortuna sus letras estarán siempre ahí, algunas premonitorias como el "Cadáver insepulto". Alguna vez me comentó que los procesos de verdad, justicia y reparación, en Colombia, podrían resumirse en esas dos palabras. Un saludo a Katia, su fiel amiga y compañera. Capitán (r)César Castaño

6:57 p.m.  

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